Pastoral de la Vocación

¿Prohibir las redes sociales en la formación?

Este artículo está escrito por Diego Hernández

Tras unos quince años desde el surgimiento y popularización de los teléfonos inteligentes, aún no sabemos bien cómo encajar el uso de las redes sociales en los proyectos de formación. Nos encontramos desde las prohibiciones tajantes hasta las recomendaciones piadosas. Hay casas formativas que tienen algunas charlas sobre este particular, mientras que otras no le prestan ningún tipo de atención. El resultado es una situación compleja que, de manera directa, afecta a la configuración del proceso de cada candidato. ¿Debemos prohibir las redes sociales en los años del seminario o del noviciado? ¿Y después? Quisiera exponer en primer lugar cómo afectan a los jóvenes las redes sociales; posteriormente, cómo interfieren en el proceso de formación vocacional. Por último, algunas propuestas que creo que podemos valorar en los procesos formativos.

Las redes sociales nos afectan

En otro interesante artículo de esta web se nos ha situado ante una realidad que creo que nos negamos a asumir. Ni el internet es una herramienta aséptica ni su uso nos es indiferente. No basta con creer que nos valemos de internet y de las redes sociales sin que nos afecte o nos configure. Por eso, la primera consideración que debemos tener es que las redes no son inocuas. Los jóvenes, especialmente los que encuentran entre los 16 y los 24 años, utilizan de manera «nativa» las redes sociales: han crecido con ellas y forman su entorno digital1.

Este uso generalizado conlleva también en muchos casos «adicción», «dependencia» o «usos problemáticos». Como podemos intuir, hay grados distintos de relación con las redes, pero muy fácilmente pueden derivar en una atracción cuasi compulsiva a la que no se le pone freno porque o bien no se ve la necesidad de hacerlo o bien no hay capacidad para hacerlo.

Los jóvenes se encuentran con una extensión de sus deseos al alcance de la mano. Poco a poco se va transitando desde un uso instrumental de las redes a una continuación-prolongación de la propia personalidad que abiertamente se ofrece a los otros. Si Ortega y Gasset nos ayudó a considerar aquel célebre «yo soy yo y mis circunstancias», ahora todo joven puede decir «yo soy yo y mis redes».

Hay síntomas que nos hablan de esta dependencia u obsesión. Evidentemente, se trata de parámetros observables aunque difícilmente cuantificables. Son simplemente elementos a tener en cuenta a la hora de evaluar una mayor o menor relación problemática con el mundo de las redes.

  • Cuando no se tiene acceso a Internet, el joven experimenta nerviosismo, igual que cuando la red social no funciona o va más lenta de lo normal.
  • Tener por costumbre consultar las redes sociales nada más levantarse y antes de acostarse.
  • Sentirse inquieto si no se tiene el smartphone a mano.
  • Caminar utilizando las redes sociales.
  • Sentirse mal si no se reciben likes, retuits o visualizaciones, para lo que se revisa constantemente la publicación en cuestión con el fin de chequear la influencia alcanzada.
  • Preferir la comunicación con amigos y familiares a través de redes sociales que cara a cara.
  • Sentir la necesidad de compartir cualquier cosa de la vida diaria, conocido como «oversharing».
  • Creer que la vida de los demás es mejor que la nuestra, en función de lo que vemos en las redes.

¿En qué forma afecta a la formación?

El primer dato a tener en cuenta es el de la juventud, precisamente como hemos señalado en el apartado anterior. Por lo general, el rango de edad en nuestras casas formativas suele coincidir con el de los jóvenes que son ya «nativos digitales» y que, por lo tanto, participan de lo expuesto antes. Pero a la hora de considerar el proceso formativo, vemos que se da una mayor incidencia de la esperada. Nos encanta creer que somos algo así como ángeles a los que la vida de fe protege de estas nocivas inclinaciones. Pero más bien sucede que la fe, la práctica religiosa, el crecimiento interior y la maduración se ven seriamente afectados por el mundo digital. Queríamos «evangelizar» internet y al final internet nos ha digitalizado el evangelio.

Es verdad que podemos tener una presencia activa en las redes para comunicar el mensaje cristiano. Pero nos olvidamos también de que se nos introduce en nuestra personalidad una nueva estructura de inmediatez, superficialidad, estética, simulación… Sí, internet y las redes sociales, van instalándose en nuestra forma de autocomprensión y de maduración cristiana y vocacional. Algunos indicadores los tenemos ya a partir de lo señalado más arriba. Los concretamos:

  • El teléfono celular siempre está al alcance de nuestra mano, desde la mañana hasta la noche, no se le da reposo. También se reza en la capilla con él… y se distrae uno con él.
  • Las redes son lugar para exhibir las «experiencias místicas» o «caritativas»: abundan desde las nuevas «sentencias» religiosas extraídas de los santos hasta los «apotegmas» de los influencers católicos.
  • La estética se cuida al máximo, por lo que hay ya una serie de «posados» religiosos con apariencia de «robados». Tras quince minutos de ensayos, se escenifica el «tómame una foto así como casual».
  • Cada día se invierten en torno a dos horas en las redes sociales, distribuidas en el tiempo en que no se duerme.
  • El afán por la notoriedad lleva a buscar la distinción, la singularidad en un mundo religioso «uniforme». Hay una pretensión seria de ser «un seminarista diferente», o «una consagrada alegre» (a diferencia, supuestamente, del aburrimiento de las demás).
  • El «oversharing» lleva a los estados de whatsapp u otras redes todo lo que pasa cada día en la comunidad formativa: espacios del comedor, limpieza, clases… algo tan «ordinario» como el estudio es ahora objeto de una publicación con frase sesuda. Preferentemente con una taza de café al lado.

Pudiéramos seguir analizando este fenómeno, pero nos interesa la manera en que esto afecta a la formación. Me limitaré a señalar tres aspectos, con el ánimo de poder encajar en ellos las distintas manifestaciones que podemos apreciar como formadores.

La dificultad para la concentración

Vivir permanentemente pegado al teléfono para comprobar las redes afecta a la concentración, en una espiral que te invita a saltar de una cosa a otra permanentemente, a visualizar contenidos, estados, reels… sin criterio ni atención… Esto genera un patrón que tiende a repetirse. Sus efectos se dejan sentir en el estudio, en la oración, en la lectura… pero también en una conversación más larga, en un encuentro de grupo… Nos adaptamos a las cosas rápidas, varias y superficiales, por lo que se nos hace cuesta arriba algo que requiera mayor atención.

La necesaria atención para permanecer por tiempo largo en cosas que exigen una concentración mayor dejan al descubierto que la capacidad para ello va mermando. Es obvio que la vida de fe y un proceso serio y sano de discernimiento no puede conformarse con «ratitos» de intensidad. Reclama de cada joven un trabajo de fondo que sólo puede darse con el esfuerzo personal. Sin embargo, la configuración de las redes y su uso nos señalan, más bien, que cada vez somos menos aptos para este esfuerzo.

Los resultados inmediatos

Internet transmite al joven la idea de que puede tener lo que quiera al momento. Es una cultura de la inmediatez, lo rápido, lo fácil, lo cómodo. Evidentemente, esto no se parece en nada a un proceso formativo, que conlleva un trabajo delicado y paciente sobre uno mismo. Nadie cambia de la noche a la mañana. Pero las redes nos dicen que con unos cuantos filtros, quedamos ya listos para la foto o para la publicación. Si ya es complicado descender a lo esencial de cada uno, a la propia intimidad, la asimilación del estilo de inmediatez que las redes nos proponen nos hace olvidar la necesaria paciencia para trabajar en la propia personalidad, en el camino de la fe, en la vida espiritual, en la conversión progresiva a Cristo y a su evangelio.

Ejemplos de esto son querer conformarse con la apariencia, contentarnos con evangelizar los actos y no las motivaciones de los mismos, no atender suficientemente al conflicto interior entre el ideal y la realidad, no querer asumir la propia limitación y camuflarla con un barniz de piedad… Pero también acortar el tiempo de oración personal, no programar la dirección espiritual y los encuentros formativos, querer alcanzar objetivos sin atender a los medios, prescindir de la gradualidad… Una marca de telefonía anunciaba hace años este paradigma: lo quiero todo y lo quiero ya. Obviamente esto no es posible, pero es a lo que nos incita constantemente el mundo de las redes.

La pérdida de la interioridad

El proceso de formación es, ante todo, un ejercicio interior, que se desarrolla en la relación del alma con Dios. Sin este mundo interior, la formación no consigue avanzar en profundidad, pues a lo sumo se quedará con elementos meramente superficiales, como ya advertimos anteriormente. Las social networks premian lo exterior, la imagen, el posado, compartir momentos y experiencias ante una comunidad virtual esperando de ella el aplauso y la valoración. Los «likes» son tentadores y se perciben como un reconocimiento a lo que uno hace o vive. El mundo interior, por contra, es árido, costoso y rara vez valorado por los demás, puesto que no llegan a entrever lo que allí sucede. Desde esta perspectiva, parece fácil que uno prefiera trabajar en las cosas «de fuera» antes que en las «de dentro».

Signos de esto que indicamos aquí los podemos entrever en una publicación desmesurada y casi impulsiva de todo lo que pasa al formando, la sobre-exposición permanente en las redes de lo que se convierte en una especie de diario digital, la promoción de frases de santos, papas, padres de la Iglesia… de los que jamás se ha leído una obra completa. Todo superficial, todo exterior, todo para los otros. Los momentos de intimidad orante van desapareciendo, los diálogos enriquecedores de tú a tú se rehúyen; la consideración de un pasaje bíblico, la lectura espiritual sosegada o el estudio del magisterio de la Iglesia son los grandes ausentes de la vida formativa porque nos hemos programado para vivir de titulares fáciles que compartir con los otros, pero no para gustar y sentir interiormente lo que nos hace progresar en nuestro camino vocacional.

Entonces, ¿prohibimos?

La respuesta no puede ser afirmativa, obviamente, porque seguramente terminaríamos fomentando una vida paralela a la formación. Es absurdo tratar de prohibir algo que está profundamente arraigado en la existencia de los jóvenes de hoy. Por lo tanto, más que prohibir, necesitamos encauzar el tiempo dedicado a las redes y a internet en general. No basta con «educar» o «enseñar a usar» correctamente las redes. Su efecto en los jóvenes es tan profundo, que pensar que con dar indicaciones de carácter teórico les ayudaremos es un error. ¿Cómo proceder, entonces?

1) Educar… asumiendo que hay una dependencia

Los jóvenes que comienzan su camino formativo son dependientes del smarphone. Es una extension de su cuerpo, y las redes una expresión de su día a día. La vida en un seminario o en un noviciado debe tener esto presente y directamente corregirlo afrontándolo como lo que es: una práctica adquirida de difícil modificación.

2) Establecer tiempos «libres de teléfono»

Es perjudicial que un formando esté, literalmente, todo el día con el teléfono. Hay momentos en que es obligatorio dejarlo a un lado: la capilla, los actos comunes, las clases, el deporte… Esta ascesis ha de valorarse profundamente y durante un tiempo largo hasta que se asimile progresivamente la libertad frente a la tiranía del teléfono. Puede ser útil también el educarse en los momentos del día en que puedo usarlo y en los que no. Por ejemplo, irse a dormir con el teléfono se convierte en una práctica negativa que trae consecuencias no deseadas. Va más allá de los contenidos que se ven, que pueden ser incluso buenos o que podemos calificar de abiertamente malos. Pero el mero hecho de necesitar tener una hora el teléfono hasta que el sueño aparece anima una dependencia nociva para el joven.

3) Discernir convenientemente si se publica

No todo necesita ser expuesto en las redes, ni tenemos que convertirnos en un repetidor de noticias de la diócesis o de determinados portales. Las redes son una gran oportunidad, pero también un caso claro de saturación informativa. Ya no nos referimos a si lo que se publica es adecuado o no, pues entendemos que eso va ya con el recto juicio de la persona. Lo que tenemos que ayudar a pensar es si es «necesario, conveniente o bueno» que se publique algo o si directamente no debo publicar nada.

4) El orden en todo

Debemos hacer caer en la cuenta de que la persona debe caminar hacia la integración personal, hacia la unificación de la personalidad en orden a un proyecto y unos valores vocacionales que se derivan del evangelio y del seguimiento de Jesús. El teléfono, el uso de las redes sociales, ha de insertarse en esta dinámica, para lo que es necesario que la persona viva el orden personal, también en este apartado de las redes. El monacato conserva aquella máxima de «guarda la regla y la regla te guardará». Guarda el orden y el orden te ayudará a unificarte, pudiéramos decir nosotros.

5) Hay que decir «no»

También los formadores hemos de aprender esto. Decir «no» es una forma de ayudar a la otra persona. Obviamente, ha de estar motivado rectamente, pero no podemos simplemente vivir con un «que cada cual haga según le parezca». Si hemos detectado un hábito malo en el uso del teléfono, debemos corregirlo, poniéndole límites al joven. Es normal que al principio lo acoja con desagrado, pero el camino pedagógico le hará asumirlo como un signo de libertad interior y exterior. Sin embargo, es muy probable que alguna vez haya que decir, simplemente, «no», para posteriormente educar.

  1. Sobrepasa el 99% en ambos sexos, según el Instituto Nacional de Estadística de España. https://doi.org/10.35669/rcys.2023.13.e301 ↩︎

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