Introducción
La formación para el presbiterado es un camino de integración continua. Si bien es fundamental tener claro hacia dónde se encamina la formación, también es necesario considerar las tensiones y las dificultades en este camino formativo. En esta segunda parte consideramos tensiones y dificultades ante este desafío pedagógico en la formación inicial.
La difícil unificación de la vida cristiana
La realidad nos muestra que no pocas veces la educación en la fe queda desligada de la vida concreta. La fe se reduce prácticamente al aspecto religioso; la experiencia de Dios, la conversión, la espiritualidad, no se conectan fácilmente ni suficientemente con las consecuencias sociales, culturales, humanizadoras y liberadoras del mensaje cristiano.
De otra parte, pareciera que el objeto de la evangelización fuera la justicia social, los derechos humanos, una sociedad más humana. Lo propiamente religioso, lo sacramental, lo espiritual, están presentes, pero por la pedagogía empleada no parece tener un valor en sí mismo, como liberación interior y experiencia de vida nueva. Aparecen como «medios» para asegurar lo anterior, es decir, lo religioso, la espiritualidad, es un acompañamiento, no tanto la esencia de la evangelización.
Pero esos desequilibrios requieren una síntesis. Y forma parte de la evangelización el ayudar a personas y comunidades a realizarla. Se trata del eterno problema de integrar y sintetizar la dimensión religiosa y lo secular, lo vertical y lo horizontal en el cristianismo.
Al fondo una cuestión antropológica
Yendo al fondo de la cuestión, quizá habría que decir que todo deriva de la dificultad de aceptar y de asumir vitalmente lo más sustantivo y original de la fe cristiana: que Cristo es Dios y es hombre. La historia de las herejías tiene mucho que decir en este punto y es posible que en todo creyente luchen de forma permanente esas tentaciones «heréticas». Pues bien, todo cristiano ha de situarse en esa tensión entre lo vertical y lo horizontal. La síntesis requiere esfuerzos y, además, es tarea permanente. Y el que aspira a presbítero, como creyente, tendrá que formarse en esa dirección.
Es esta una dificultad muy vieja. Testigos de ella son los mismos textos del Nuevo Testamento. Bástenos recordar las insistencias de Juan: Si alguno dice: «Yo amo a Dios», y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve (1 Jn 4, 20).
La difícil unificación del ser del presbítero
Los polos dialécticos inherentes al ser cristiano cobran un carácter particular en el ministerio presbiteral. El Concilio lo expresa paladinamente en estos términos: «Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y por su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del Pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra a la que el Señor los llama. Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a este mundo, pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres, y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas, y busquen incluso atraer las que no pertenecen todavía a este redil, para que también ellas oigan la voz de Cristo y se forme un solo rebaño y un solo Pastor» (PO 3).
Con estas palabras al sacerdote se le está pidiendo expresamente que sepa mantenerse en esa bipolaridad. «Su posición es por lo tanto un sí y un no. En este punto comienza la angustia de la misión y de la existencia sacerdotal, testimoniada ayer por la historia de las religiones y hoy por la vivencia del sacerdocio neotestamentario» (1).
Dispensadores de la gracia
Ser dispensadores de la vida de Dios implica ciertamente una separación o segregación del mundo. «Esto queda expresado en la consagración y ordenación, en los ritos, en la doctrina, en el modo de ser y presentarse en el mundo. Esos símbolos separadores deben servir a la misión de reconciliación con el mundo. Pero aquí puede surgir el peligro: que se conviertan en sustantivos, que la reserva se baste a sí misma. Surge entonces la casta o clase sacerdotal» (2). Por otra parte, el requerimiento de vivir en el mundo, entre los hombres, puede desconectarse del otro polo, y en ese caso «la misión en el mundo degenera en sacralización de las divisiones y conflictos ya existentes. Se adapta sin crítica, olvidándose de su reserva, se encarna sin la forma redentora que purifica y acrisola lo que asume. Pierde su dimensión de retirada y de crítica y se diluye en una política de mano tendida.
Existe, por tanto, aquí también una tensión necesaria entre estos elementos antinómicos. El sacerdote precisa asumir así las cosas existencialmente para que su misión pueda ser eficaz. Hasta qué punto esto puede ser incómodo y comprometedor queda expresado en el destino final de Cristo, en su cruz.
La identidad sacerdotal
Esta realidad se ha puesto especialmente de relieve en la reflexión posconciliar, empeñada en profundizar en la identidad teológica del ministerio ordenado. La exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis ha realizado una gran aportación en este sentido, haciendo síntesis en lo que se refiere a la identidad del presbítero. La clave está en el recto entendimiento de la relación del presbítero con Cristo y con la Iglesia.
La Exhortación explica lo que podría parecer una contradición. «El sacerdote tiene como relación fundamental la que le une a Jesucristo Cabeza y Pastor. Así participa, de manera específica y auténtica, de la «unción» y de la «misión» de Cristo. Pero íntimamente unida a esta relación está la que tiene con la Iglesia. No se trata de «relaciones» simplemente cercanas entre sí, sino unidas interiormente en una especie de mutua inmanencia. La relación con la Iglesia se inscribe en la única y misma relación del sacerdote con Cristo, en el sentido de que «la representación sacramental» de Cristo es la que instaura y anima la relación del sacerdote con la Iglesia» (PDV 16).
Así, pues, por una parte, su relación con Cristo es expresión sacramental de la relación que Cristo tiene con su Iglesia, y esto es constitutivo, «se sitúa en el ser y en obrar del sacerdote, o sea, en su misión o ministerio» (Ibid.). Cristo hace que la Iglesia realmente sea Iglesia, es decir -siguiendo a PDV-, que sea misterio de salvación para los hombres, que sea comunión, que sea misionera. Por medio del sacerdocio ministerial la Iglesia toma conciencia en la fe de que no proviene de sí misma, sino de la gracia de Cristo en el Espíritu Santo.
Identidad en la Iglesia
Por otro lado, también deja bien claro la Exhortación que el sacerdote está en la Iglesia . El ministerio ordenado «surge con la Iglesia», en cuanto que es prolongación del «ministerio originario de los apóstoles», que evidentemente, nace con la Iglesia; no es «anterior» a ella. Pero eso significa afirmar también que no puede entenderse como si fuera posterior a la comunidad eclesial, como si ésta pudiera concebirse como constituida ya sin este sacerdocio . De esta manera, la Exhortación logra encuadrar la teología del presbiterado «dentro de una correcta relación entre cristología y eclesiología» (4).
Este modo de entender el ministerio ciertamente hace síntesis, pero también deja clara, como puede verse, la imprescindible y permanente tensión entre dos polos a la hora de vivirlo y ejercerlo. A nadie se le oculta la dificultad que comporta saber hacer síntesis en la práctica pastoral y en toda la existencia del presbítero. «Se dan, por una parte, los riesgos de prepotencia autoritaria, manipulación de las conciencias, miedo a perder significado e importancia, falta de respeto a la libertad ejercida por otros colaboradores. Por otra parte, sin embargo, puede existir dejación de las responsabilidades ante la crítica continua. Incapacidad para tomar decisiones y comprometerse con una decisión vinculante, renuncia al ejercicio de una autoridad específica, requerida como servicio a la autenticidad de la fe y a la unidad de la comunidad cristiana» (5).
Otros aspectos antinómicos
Hay otros aspectos inherentes al ministerio presbiteral que pueden presentarse de modo antinómico. Así, nos encontramos, por ejemplo, que se ha ido superando el planteamiento que establece ámbitos de realidad separados y enfrentados. El ámbito sagrado, que correspondería a los «sagrados» ministros, y el profano, correspondiente a los laicos. Hoy entendemos que «existe el único ámbito de la existencia, con esa complejidad de relaciones concretas que van tejiendo la historia. Sea cual sea su carisma y su ministerio, el cristiano se sitúa dentro del respeto a la autonomía de las realidades terrenas. En esta dirección apunta la exhortación apostólica Christi Fideles Laici, cuando dice: ««(La Iglesia) tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo encarnado, y se realiza de formas diversas en todos sus miembros» (Pablo VI).
Hay antinomias que con frecuencia brotan de las diversas funciones de los presbíteros: ministros de la palabra de Dios, ministros de los sacramentos y rectores del pueblo de Dios (cf PO 4-6). Los esfuerzos realizados tanto desde la reflexión teológica como desde el campo de la pastoral directa nos han ido llevando a un mayor equilibrio. En realidad, palabra-sacramento-misión no existen plenamente sino en su mutua relación, y es su relación la que da a la Iglesia su impulso misionero. Ahora bien, precisamente el ministerio de los pastores (obispos y presbíteros) se sitúa en el encuentro de estos tres componentes indisociables de la Iglesia y manifiesta que los tres son dados por Dios»(7).
Antinomia de la oración y la acción
No podemos, finalmente, dejar de traer a colación la antinomia oración-acción pastoral en el presbítero. También en este terreno vamos pasando de la contraposición a la síntesis. Resulta sumamente esclarecedor encontrar en la Exhortación PDV estas palabras: «la misión no es un elemento extrínseco o yuxtapuesto a la consagración, sino que constituye su finalidad intrínseca y vital: la consagración es para la misión. De esta manera, no sólo la consagración, sino también la misión está bajo el signo del Espíritu, bajo su influjo santificador. Así fue en Jesús, en los Apóstoles y en sus sucesores. Aún continua en toda la Iglesia y en sus presbíteros: todos reciben el Espíritu como don y llamada a la santificación en el cumplimiento de la misión y a través de ella. Existe por tanto una relación íntima entre la vida espiritual del presbítero y el ejercicio de su ministerio» (PDV 24).
Así, pues, creo que puede decirse que nos hallamos en una época de síntesis en la reflexión sobre el ministerio presbiteral. En un momento en el que vamos llegando al convencimiento de su necesidad, al hilo del esfuerzo general de toda la reflexión teológica. «La antropología teológica lleva recorrido un largo camino buscando superar el dualismo presente en distintas terminologías: natural-sobrenatural, temporal-espiritual, historia profana-historia de la salvación, liberación humana-liberación cristiana. La misma línea de integración lleva la teología espiritual buscando la superación de antinomias: la acción de Dios y la acción del hombre, la gratuidad y los medios, la acción y la contemplación, la acción del espíritu en el hombre y la importancia del sustrato humano. Se puede afirmar que la unidad es el gran objetivo de la antropología cristiana»(8).
La cuestión pedagógica
Todos estos esfuerzos de síntesis desde la reflexión son de gran importancia si se ponen al servicio de la persona en la educación. En la vida concreta del cristiano y, muy particularmente, a la hora de plantearse el sistema educativo de cara a la formación de los presbíteros, es imprescindible tomar conciencia de esas antinomias referentes a la vida cristiana y al ministerio presbiteral que se van haciendo patentes a lo largo del proceso formativo, tanto en el interior de la persona como en el mismo ambiente cultural y eclesial en que se mueve el formando.
Creo que no revelamos nada nuevo si decimos que en la Iglesia estamos tentados continuamente, como individuos y como grupos, a inclinarnos hacia uno de los polos, o sea, a resolver las cosas por el camino más fácil. Quizá esté ahí la clave de algunas de nuestras mutuas suspicacias y hasta descalificaciones. Estas posturas más o menos escoradas hacia un lado u otro no son ajenas a los seminarios y casas de formación, dando lugar a un determinado ambiente educativo. Si realmente concebimos la formación presbiteral como un progresivo identificarse con Cristo Buen Pastor, con el amor como fuerza unificadora, esta cuestión de los polos dialécticos en los que se funda el ministerio sacerdotal tendrá que ser pieza clave en los planteamientos educativos.
Los candidatos al presbiterado
Llegados, pues, a este punto, tendríamos que preguntarnos por las sugerencias pedagógicas para hacer frente a la cuestión. Considero que antes hemos de acercarnos, siquiera someramente, a las características de los candidatos al ministerio en los tiempos actuales.
Resulta difícil hablar responsablemente sobre este particular. No contamos, por otra parte, con estudios serios al respecto. Lo que aquí se exponga, por tanto, necesariamente ha de ser parcial y limitado y el lector sabrá ponderarlo desde su propia visión y experiencia.
Creo que habría que empezar diciendo que la nota más característica de los seminaristas de hoy es su extraordinaria variedad. Es frecuente que muchos chicos accedan al Seminario Mayor tras haber realizado varios cursos de alguna carrera o incluso después de haber terminado los estudios universitarios.
Entre apostólicos y espirituales
Simplificando un tanto las cosas, pero creo que sin faltar por ello a una verdad de fondo, podríamos decir que los jóvenes que hoy acceden al seminario están aún bastante alineados en «apostólicos» o «espirituales». Dependiendo de las características propias de sus grupos eclesiales de pertenencia y, de modo muy particular, de sus «modelos vocacionales».
Esto crea ciertas dificultades de orden pedagógico. El aspirante lleva en su cabeza un determinado modelo de sacerdocio, acorde con las experiencias espirituales y pastorales que él ha tenido y con el estilo de los sacerdotes que él ha tratado. Ese es el modelo que espera encontrar en el seminario y, por tanto, espera también un seminario que responda a ese modelo. Tal modelo, por otra parte, tenderá a hacer de «filtro» de los contenidos y los medios educativos que se le puedan ir ofreciendo en el centro de formación.
Deseosos de lo espiritual
Un amplio sector de nuestros seminaristas actuales participa de esas características, propias de esta generación de jóvenes cristianos deseosos de lo espiritual, en medio de una sociedad muy compleja, plural y desierta de valores. La descripción de esta generación de seminaristas que se atreve a hacer J. Doré desde Francia es útil e iluminadora. Estos jóvenes poseen un formación religiosa inferior a la de generaciones precedente y «lo primero que quieren y piden es ser esclarecidos, enseñados, equipados» (9). La actitud de crítica interna a la Iglesia, brilla por su ausencia. Poseen una «atracción acentuada, incluso dominante, por lo espiritual» (10).
Además, un » talante clerical o, mejor, «eclesiocéntrico» acentuado», que se expresa «en una cierta revalorización del clero y de todo lo que lo diferencia de la vida laical frente. Se contrapone a todo un proceso anterior de «desclericalización», y también en «una adhesión más afianzada a la autoridad : cuando se tiene la suerte de tener maestros y jefes ¿qué mejor se puede hacer que seguirlos?». Añade Doré otra nota que él formula como una » mentalidad integralista » (que no habría que confundir con integrista). Que se expresaría en un luchar «en y por una Iglesia en posición de fuerza y de afirmación de sí misma. Y si para eso es conveniente que la Iglesia se centre de nuevo sobre ella misma, sobre sus posiciones, sus certezas y sus intereses propios, se presupone que es para que, reasegurada mejor sobre sus propias bases.
Considerando otros factores (procedencia, temperamento, etc) hay que decir que existe también el seminarista bastante más cercano a la generación posconciliar, más «apostólico», más volcado «al mundo». Entre éstos habría que situar a los seminaristas no alineados en movimientos especiales. Y vuelvo a insistir en la gran diversidad, que se resiste a toda clasificación. Cada joven aspirante lleva consigo su experiencia familiar más o menos favorable, su experiencia psicoafectiva y sexual, su experiencia académica y espiritual, etc.
Demanda de formación integral
Así, pues, los jóvenes que hoy llegan al seminario, por sus mismas características, están demandando una formación que sea realmente integradora. Pues participan de la nota de fragmentación propia de los jóvenes de esta época. Poseen una experiencia de fe y una visión de Iglesia muy mediatizada por el grupo de procedencia, así como una formación religiosa en general deficiente y una vivencia espiritual marcada por cierto individualismo e intimismo. Tienen mucho de positivo, como la espiritualidad, pero se hace necesaria una labor educativa de desvelamiento de aspectos desconocidos e incluso rechazados. Incluso una tarea de asimilación de los mismos en busca de la identidad presbiteral que va proponiendo la Iglesia a lo largo del posconcilio. Se requiere la integración de elementos imprescindibles en la persona, si es que queremos hablar de verdadera madurez.
1. BOFF, L., El destino del hombre y del mundo (Santander 1978), 113.
2. Ibidem.
3. Ibid., 114.
4. SARAIVA MARTINS, «Il progetto sacerdote-pastore nella Chiesa peregrinante», en Seminarium enero-marzo(1993)136.
5. Ibid.138.
6. COMISION EPISCOPAL DEL CLERO, Sacerdotes día a día (Madrid 1995), 35.
7. FORTE, B., La Iglesia, icono de la Trinidad (Salamanca 1992),57.
8. RIGAL, J., Preparer l`avenir de L`Eglise (París 1990),126.
9. DORÉ, J., «Presbíteros y futuros presbíteros de hoy. Dos tendencias», en Seminarios 109(1988)313-325.
10. Ibid. 325.
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