Aspectos nucleares de la Pastores Dabo Vobis
La formación de los sacerdotes en la Iglesia es un proceso que abarca prácticamente toda la existencia del individuo; se inicia, aún mucho antes de sentirse llamado por el Señor, en el seno de la propia familia (Cf. Santo Domingo. 81; 200). La formación continúa más allá de la ordenación sacerdotal (Cf. OT 22; PDV 70-81). Pero el período de formación previo a la ordenación, el seminario, sigue siendo considerado primordial en la Iglesia. Este es el tema central de la exhortación apostólica postsinodal de Juan Pablo II sobre la formación de los sacerdotes, Pastores dabo vobis. Este documento está a la base la presente reflexión.
El tema que nos ocupa es tratado en el CAPITULO V, el mismo que abarca las “dimensiones” de la formación integral, el “ambiente” en el que se debe dar dicha formación y los “protagonistas” de la misma. Resulta evidente la centralidad que ocupa el ambiente formativo, es decir, el seminario mayor.
La finalidad del seminario
El fin especifica los medios. La finalidad del Seminario especifica los medios formativos para alcanzar determinada finalidad. Como la urdimbre y la trama en un telar, dos elementos conducen nuestra reflexión: la meta de la formación sacerdotal y el elemento imprescindible del caminante que se conduce hacia ella. La urdimbre, los hilos conductores a lo largo del tejido, corresponde a la meta, que no puede ser otra que la formación de los futuros pastores que necesita nuestro pueblo que sufre y cree. La trama, el hilo que va y viene en torno a la urdimbre para formar el tejido, corresponde a la autoformación. La estructura hace posible el paso de la trama por la urdimbre es el ambiente formativo del Seminario.
La labor del seminario: el sacerdocio común y el sacerdocio mininisterial
La labor educativa del seminario es, por su naturaleza, el acompañamiento de las personas históricas y concretas que caminan hacia la opción y la adhesión a determinados ideales de vida. El primer elemento de esta labor es la «propuesta clara de la meta que se quiere alcanzar» (61e). La razón de ser del Seminario es la formación de los futuros pastores que necesita nuestro pueblo. Es por ello necesario permanecer en una clara concepción del sacerdocio católico para que la formación se realice en orden a ésta.
Cristo es el Sacerdote Único. Él quiere compartir su sacerdocio constituyendo a su Iglesia como un “pueblo sacerdotal”, un pueblo de hombres libres que como hermanos alaban a Dios como Padre y Redentor y Santificador. Por el bautismo todos participamos ya del sacerdocio de Cristo; después Él mismo llama a miembros de su Pueblo para hacerlos participar de su propia capitalidad en el sacerdocio ministerial: «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no solo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan del único sacerdocio de Cristo» (LG 10b).
Las dos maneras de participar del sacerdocio de Cristo
Juan Pablo II ilumina esta mutua ordenación entre las dos maneras de participar del sacerdocio único de Cristo. Nos dice que el presbítero «está insertado en la comunión con el Obispo y con los otros presbíteros, para servir al Pueblo de Dios que es la Iglesia» (12c). Ahora bien, el servicio del presbítero es la promoción del sacerdocio común: «El ministerio del presbítero está totalmente al servicio de la Iglesia; está para la promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el pueblo de Dios» (16b; Cf. 15e; 17d.e)
El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común de los fieles. Entonces, el seminario debe formar sacerdotes para un pueblo sacerdotal. No forma seminaristas, sino a los que dejarán de serlo para configurarse con Cristo Cabeza y Pastor. Tampoco forma a quienes ejercerán un oficio sacerdotal en beneficio propio. La pérdida en la claridad de la meta lleva a la deformación: pueden surgir sacerdotes arrogantes y autoritarios en lugar de servidores humildes, dispuestos a caminar con su pueblo para ser todos juntos Pueblo de Dios.
Formar para la santidad
El presbítero participa del sacerdocio de Cristo, es decir, de una condición que no le es conferida por méritos personales sino por la libre elección del Esposo que lo llamó a servir a su Iglesia Esposa. Ahora bien, la Iglesia está llamada a compartir la santidad del Esposo y el ministerio del presbítero se inserta dentro de esta llamada a una santidad comunitaria, pues «los miembros del Pueblo de Dios son “embebidos” y “marcados” por el Espíritu» (19b), de modo que, como enseña san Pablo, «la existencia cristiana es “vida espiritual”, o sea, vida dirigida y animada por el Espíritu hacia la santidad o perfección de la caridad» (19c).
Esta perfección no deja de ser personal, pero es tal sólo en cuanto es la perfección de relaciones interpersonales. Por ello podemos afirmar que la vocación universal a la santidad es una llamada “a todos” y cada uno de los bautizados, pero que implica una respuesta dada “entre todos”. Nadie podría estar en el “camino de perfección” si no está atento para ver por qué camino van sus hermanos. En cuestión de santidad no importa quién llega primero, sino que lleguemos todos unidos a la meta.
La santidad del presbítero se halla en esta comprensión comunitaria de la santidad de la Iglesia. Ni está llamado a ser sacerdote en beneficio propio ni a ser santo por su cuenta, sin relación con el Pueblo al que debe servir. Más bien, “hermano entre hermanos” (20b), el presbítero debe ser santo con y para sus hermanos (Cf. 20a).
El pastor: hombre de comunión
La consagración sacramental configura presbítero con Jesucristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia, y recibe como don una “potestad espiritual”, que es participación de la autoridad con la cual Jesucristo, mediante su Espíritu, guía a su Iglesia. Gracias esta consagración la vida espiritual del sacerdote queda caracterizada por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia y que se compendian en su caridad pastoral (Cf. 21-23). Esta caridad se vive en el servicio a la Iglesia. La autoridad es servicio cuando es ajena a toda presunción y a todo deseo de “tiranizar” a la grey confiada (Cf. 1 Pe 5,2s). La caridad pastoral es servicio en orden a la plenitud de la vida del hombre y a su liberación integral» (21e). En cuanto representa a Jesucristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, el presbítero no sólo está en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia. Debe revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa, a punto de:
«…ser capaz de amar a la gente con un amor grande y puro, con una auténtica renuncia de sí mismo, con una entrega total, continua y fiel, a la vez con una especie de “celo” divino (Cf. 2Co 11,2), con una ternura que asume matices del cariño materno, capaz de hacerse cargo de los “dolores de parto” hasta que “Cristo no sea formado en los fieles” (Cf Ga 4,19)» (22c). La vivencia intensa de la caridad pastoral hace del sacerdote «el hombre de la comunión»
(Cf. 18b; 43d)
Esta comunión esponsal –afectiva y efectiva– le exige su creatividad expresada en la planificación pastoral correspondiente. Pero, así como el amor conyugal está recíprocamente al servicio del crecimiento de cada uno de los esposos, la relación esponsal del presbítero con el pueblo al que sirve tiene también su vertiente recíproca: el sacerdote debe dejarse amar por su pueblo y –desde ese amor– dejarse “formar” por él. Esta relación esponsal con su comunidad es el ambiente en el que ha de continuar la formación (permanente) de los sacerdotes.
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