Algunas reflexiones en torno al documento «Directrices sobre la preparación de los formadores en los Seminarios»
Una de las conquistas de los últimos tiempos ha sido el crecimiento de la conciencia de la Iglesia sobre la trascendencia de la función de la formación de los sacerdotes, el reconocimiento de esta tarea como una de «las prioridades pastorales más importantes», a la que se deben dedicar «los mejores sacerdotes», sacándolos incluso de «tareas en apariencia más importantes» (Directrices , 23). Si en tiempos anteriores el reconocimiento se debía fundamentalmente a un cierto honor y gloria que rodeaba a los cargos, especialmente el de rector, que era considerada una de las personalidades fundamentales en cada diócesis, hoy lo vemos centrado más adecuadamente en la función misma, en el valioso servicio que se presta, aunque escondido, a los propios alumnos, a quienes se les acompaña y guía en su crecimiento personal, de fe y vocacional; a las diócesis, a las que, gracias a ese servicio humilde y sencillo, se les va dotando de nuevos presbíteros, guías de la comunidad eclesial y agentes cualificados de la tarea evangelizadora.
Este reconocimiento y valoración ha ido creciendo en calidad. De esta labor se habla con los nobles términos de «vocación», una vocación que supone la presencia o posesión de un «carisma» que se manifiesta en «dones naturales y de gracia» (n. 25), y en “algunas cualidades y aptitudes que se han de adquirir”.
Para ser formador de los futuros presbíteros no bastan, pues, las capacidades precisas para el simple ejercicio del ministerio presbiteral. Se necesita, además, capacidades, cualidades, aptitudes, «carisma y vocación».
Entre las numerosas cualidades recogidas en las Directrices en la parte más amplia e importante del Documento (cf. nn. 26 a 42), creemos que hay que resaltar aquellas que son constitutivas del «carisma» de formador, como «dones de naturaleza y de gracia».
- La primera es el «espíritu de comunión y de colaboración» (cf. nn. 11 y 29-31), concretado en capacidad, convicción y opción por el trabajo de equipo.
Es ya opinión común en los ambientes educativos que la educación es fundamentalmente una labor de equipo. Por eso se ha hecho común ya el término de «comunidad educativa». De aquí que, con las Directrices, haya que afirmar que «aparece inadecuada la elección y formación de formadores» que, aun siendo ricos en dotes personales, no son capaces de integrarse en un verdadero y propio «equipo de formadores», bien compenetrados entre sí y …capaces de empeñarse en un proyecto educativo común. La experiencia demuestra en efecto que sin verdadero «trabajo de equipo» (teamwork) es imposible que un seminario “funcione bien”(n. 11). «Este aspecto de la labor educativa requiere dones de naturaleza y de gracia y es alimentado con una particular docilidad al Espíritu santo» (n. 29).
- Un segundo componente del «carisma» del formador es el «sentido pedagógico». Llama positivamente la atención que también esto sea considerado expresamente como carisma.»Se trata de un carisma especial que no se improvisa. El sentido pedagógico es, en cierta manera, innato y no puede ser aprendido como una teoría ni sustituido por actitudes meramente externas» (n. 36), ni siquiera por actitudes o cualidades de las que habitualmente se califican como espirituales. Para formadores habría que decir, acomodando la conocida expresión de santa Teresa, fruto de la sabiduría que da la experiencia, que son preferibles los «pedagogos» a los «santos». Por eso se pueden detectar ya durante los años del seminario «sujetos que se consideran particularmente dotados para la misión educativa» (n. 51).
- Señalaríamos como tercer componente del carisma de formador la valoración positiva de la tarea formativa como ámbito privilegiado de acción pastoral y el lugar propio de proyección de las propias energías personales y ministeriales.
No deja de ser frecuente entre formadores un estado de ánimo de aguantar la situación en espera de tiempos, cargos y actuaciones pastorales mejores, porque no se reconoce plenamente el valor pastoral de la acción formadora o porque se buscan compensaciones, especialmente de tipo afectivo, que en este trabajo no se suelen obtener. O incluso por huida de la exigencia e incomodidad que supone esta tarea, que obliga a compartir vivienda y vida con los formandos, a renunciar casi radicalmente a los espacios y tiempos de privacidad.
Aquí encajaría lo que las Directrices afirman a propósito de la «madurez humana y equilibrio psíquico» (n. 33-34) y sobre la «límpida y madura capacidad de amar» (nn. 35-36). Quien cree en lo que hace, en efecto, «se interesa por el propio trabajo y por las personas que le rodean» (n. 33), es capaz de evitar «fallos pedagógicos, los que pueden darse en formadores insatisfechos, exacerbados y ansiosos», ejercita «la capacidad para amar intensamente y para dejarse querer de manera honesta y limpia».
Quien la posee [esta madurez] está normalmente inclinado a la entrega oblativa al otro, a la comprensión íntima de sus problemas y a la clara percepción de su verdadero bien. No rechaza el agradecimiento, la estima o el afecto, pero los vive sin pretensiones y sin condicionar nunca a ellos su disponibilidad de servir»
Directrices, 35.
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