Queremos ofrecer en este nuevo curso 12 historias de conversión, como reflexión para los sacerdotes. Son personajes que pueden ayudar a revisar nuestras propias actitudes y a situarnos en el camino de la conversión continuada. La fidelidad a la vocación y al ministerio ha de vivirse siempre en este deseo de responder a Dios con mayor generosidad y entrega, acogiendo su llamada a la santidad.
La historia de Pablo
Saulo, respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que, si encontraba algunos seguidores del Camino, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén. (Hch 9,1-2)
Pobre Pablo. Pobre vida. ¿Qué futuro puede tener una existencia en la que sólo puede respirarse “amenazas y muertes”? Una vida envenenada de tal manera por el odio y el rencor es lo más parecido al infierno.
Vivir así no es vivir, es estar muerto. Pero no muerto poéticamente o filosóficamente. Es estar diabólicamente muerto, entregado al mal en cuerpo y alma.
Desear cargar de cadenas a otras personas indica que, quien lo desea está, a su vez, encadenado de pies y manos al mal, a la venganza. A la muerte.
Quizá por eso Pablo predicó con tanto ardor y tanta fuerza el amor, la paz, el perdón. Quizá por eso Pablo entregó su vida con tanta fuerza al Evangelio. Quizá por eso Pablo amó tanto a Jesucristo. Porque sabía de dónde le había rescatado el Señor.
A Pablo no se le escapó nunca la realidad de que Cristo, en el mismo momento en que descendió a los infiernos, pensaba en él. Pero no sólo pensaba, creía en él.
La conversión
Todos conocemos el relato bíblico: la caída del caballo, la ceguera de Pablo, la presencia de Ananías, el miedo de los cristianos… Conocemos también cómo Pablo comienza, como nos dice san Lucas, “a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios”
Sabemos también cómo los judíos querían matar a este traidor, que antes perseguía a los cristianos y ahora predica que Cristo es el Mesías, el Ungido. Pero por si esto fuera poco, continúa san Lucas diciéndonos que “Llegó a Jerusalén e intentaba juntarse con los discípulos; pero todos le tenían miedo, no creyendo que fuese discípulo” Los unos no lo quieren por traidor, los otros lo temen por infiltrado.
Pobre Pablo. Ahora que ha dejado atrás el odio y la venganza, salen a su encuentro la muerte y el miedo. Al fin, Bernabé le presenta a los Apóstoles y Pablo “Andaba con ellos por Jerusalén, predicando valientemente en el nombre del Señor”.
Pablo ya no es un hombre muerto; ya no es un pozo de odio, porque encuentra en los Apóstoles, en las columnas de la Iglesia, todo lo que necesita para recobrar la paz y la confianza. Encuentra el apretón de manos, el abrazo, la sonrisa. Encuentra el perdón.
Perdón y Jubileo
Todos los cristianos, y mucho más los sacerdotes, en este año jubilar, debemos caer en la cuenta de que, si de verdad queremos convertirnos, no debemos esperar a caernos del caballo, ni a escuchar la voz del Señor. Lo que debemos es ser conscientes de nuestra situación.
Estamos tan pendientes de la conversión de los demás, que a menudo nos olvidamos de la nuestra. Esa conversión de la que nosotros somos los sujetos.
Ésta es la raíz del problema: el sujeto. El sacerdote está tan hecho a predicar a los fieles sobre el perdón y la reconciliación, sobre la necesidad de vivir el jubileo y sobre la urgencia de la conversión que al final nos olvidamos de que el principal sujeto deberíamos ser nosotros mismos.
Y san Pablo, sin duda alguna, durante aquellos días de ceguera, tuvo que caer en la cuenta de lo que significa verdaderamente el júbilo del perdón. Porque él, echando la vista atrás, entendiendo la magnitud del pecado, sino de SU pecado, entendió la magnitud del perdón de Cristo. Pablo estaba muerto y Cristo lo resucitó.
Vivir el Jubileo no es sólo entrar por una Puerta Santa ni participar en una procesión. Ni siquiera es sólo confesarse. Vivir el Jubileo es encontrarse con Cristo, mirarle cara a cara y descubrir en su abrazo y su sonrisa el inagotable tesoro del perdón. “Ivbilvm”, en latín, significa alegría, júbilo, gozo. Porque solamente el perdón de Cristo puede traer el júbilo a nuestros corazones.
La puerta de la basílica

En la Puerta Santa de la Basílica de San Pablo extramuros, grabada en bronce, hay una imagen muy curiosa. En ella se ve a san Pablo frente a Cristo. Y entre los dos, postrada en el suelo como besando los pies del Señor, la diminuta imagen del donante, el cónsul Pantaleón, quien pagó la puerta. Cerca están grabados unos versos latinos que comienzan diciendo: “Pavle beate preces Domino ne fundere cesses/ consvle malfigeno pro Pantaleone rogando…” “Señor, no desoigas las preces que san Pablo te dirige rogando por el cónsul Pantaleón de Amalfi…”
Inteligente Pantaleón. Había rumores de que, en el pasado, había traficado con esclavos comprados a los árabes. También él tenía cosas que hacerse perdonar y se pone en manos de Pablo, sabiendo que el de Tarso era buena “columna” en la que apoyarse.
¿Podemos imaginarnos a cualquier hermano nuestro confiando en nosotros? ¿Qué mayor alegría puede haber para un cristiano que, no sólo convertirse, sino ayudar a quien se quiere convertir?
¿Qué mayor júbilo podemos experimentar que nuestra vida, nuestra conversión, nuestra entrega, puedan mover a los demás a confiar en nosotros porque saben que, como sacerdotes, estamos cerca de Dios?
Un modelo sacerdotal
La conversión, en este Año Jubilar, no es tarea de uno sólo. Es tarea de la Iglesia entera. Porque Cristo quiere a una Iglesia entregada, resucitada y salvada.
Pablo lo entendió muy bien. Por eso pasó su vida yendo y viniendo, viajando constantemente para alentar a todas las comunidades del imperio romano. Él no quería que se salvasen los de Jerusalén o los de Roma o los de Éfeso. Quería salvarnos a todos porque él se sabía salvado por la muerte y la resurrección de Cristo.
Que el ejemplo de san Pablo nos acompañe durante este año para recordarnos que el tesoro del perdón de Dios ha llegado para todos.






0 comentarios