Toda formación permanente dirigida al Pueblo de Dios, además de formar parte del hecho evangelizador, es eminentemente un acto eclesial. Cuando nos referimos a la formación permanente de los presbíteros, también hemos de prestar atención a esta cualidad: es toda la Iglesia la que participa en ella; desde el Papa y los Obispos hasta el más sencillo de los católicos.
En el caso de una diócesis con su presbiterio, esto se hace muy patente: el obispo es quien responde últimamente por esta actividad. Pero no lo hace solo, pues para ello cuenta con todos su “próvidos cooperadores”, los mismos presbíteros. Para ello, puede valerse de formas organizativas como la vicaría del clero o de pastoral sacerdotal, de las universidades eclesiásticas y seminarios. En dicha formación permanente pueden y deben participar los miembros de la vida consagrada, quienes ocupan un especial lugar en la diócesis. Y, por supuesto, los laicos con sus variados carismas y competencias.
El Directorio
Muy bien lo subraya el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros:
La formación permanente es un derecho y un deber del presbítero e impartirla es un derecho y un deber de la Iglesia. Por tanto, así lo establece la ley universal.
Directorio, 90
Es interesante ver cómo se conjugan los dos espacios, el eclesial y el presbiteral, al hablar de derecho y deber en referencia a la formación permanente. Esto tiene su lógica: tanto el sacerdocio como todo lo que tiene que ver con él, es decir su ministerialidad, su espiritualidad y su formación integral, no sólo se ejercen y realizan dentro de la Iglesia, sino que nacen de ella misma. La Iglesia es el pueblo de quienes han recibido la vocación a la santidad. Ella misma es la madre y fuente de todos los ministerios y servicios y, por tanto, responsable de que todos estén debidamente formados-educados-preparados para vivir en Iglesia y actuar en su nombre.
En este sentido conviene recordar que:
La formación permanente, por tanto, siendo una actividad unida al ejercicio del sacerdocio ministerial, pertenece a la responsabilidad del Papa y de los Obispos. La Iglesia tiene, por tanto, el deber y el derecho de continuar formando a sus ministros, ayudándolos a progresar en la respuesta generosa al don, que Dios les ha concedido.
Directorio, 90
El presbítero, protagonista de su formación permanente
Por otra parte, no es algo pasivo. El mismo presbítero está llamado a ser actor en su formación permanente ya que, al recibirla, la integra en su ser y quehacer ministerial. Además, se le invita a tomar la iniciativa de la autoformación. Todo ello debido a que no es un acto coyuntural. El calificativo de permanente muestra cómo es algo que se realiza en todo momento y lugar. Ciertamente que con instrumentos peculiares y todos ellos unidos para lograr la mejor formación permanente.
Con todo esto podemos deducir cómo la formación permanente es un acto dinámico propio de la Iglesia que busca el perfeccionamiento de quienes han recibido el orden sacerdotal. Perfeccionamiento integral que implica lo humano con lo divino, lo pastoral con lo académico. Así se evitará el producir y mantener lo que comúnmente se suele llamar “curas de misa y olla”… para lograr sacerdotes santos, en camino a la perfección al servicio del pueblo de Dios.
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