Pastoral de la Vocación

Rumbos nuevos para una pastoral vocacional renovada (II)

Este artículo está escrito por Luis Rubio Morán

2. Las figuras o los «modelos vocacionales»: de la «razón instrumental» a la «razón simbólica».

La pastoral vocacional ha encontrado siempre un punto de apoyo, o en su caso, de contradicción, no solo en el paradigma teológico sino también, y sobre todo, en la figura o «modelo» que revisten los que ya viven una determinada vocación.

Aquí nos encontramos, por una parte, con el tema de la «identidad» teológico-espiritual de cada vocación, que tantas páginas ha ocupado en el posconcilio y tantas vidas ha inquietado y, por otra, con el de la figura histórica, la forma externa con que se muestra cada una de ellas, la imagen que de sí ofrecen a cuantos las contemplan. En el nivel pedagógico es lo que se ha conocido siempre como «los modelos de identificación«. Dicho de otra manera, se trata de la respuesta a la pregunta por la misión o la razón de ser específica de cada vocación, y la encarnación de la misma en cada época, y en concreto en nuestro contexto histórico y cultural.

  • 1. La identidad de las vocaciones de especial consagración se había colocado en lo que hoy se llama «la razón instrumental«, o sea, en las actividades, las tareas a realizar, las obras en que trabajar, en una palabra, en el «hacer», aunque fuera en el ámbito del apostolado.

Baste aludir a este doble hecho: por una parte, cuando se habla de la misión de las vocaciones inmediatamente pensamos en lo que hacen, pueden hacer o deben de hacer. En segundo lugar, cuando se habla de la crisis de las vocaciones, inmediatamente acudimos a las estadísticas, y hablamos de que somos pocos para lo mucho que hay que hacer, de que somos cada vez más viejos y no podemos atender a tantas cosas y obras como traemos entre manos.

Esto es especialmente visible en la vida religiosa apostólica, dedicada a la enseñanza, a la sanidad o a la asistencia social.

Las Congregaciones se presentan como una serie de «cuerpos especializados» para atender a una serie de actividades concretadas en determinadas «obras» (colegios, hospitales, residencias…). La mayor parte de los Institutos son percibidos como grandes empresas en las que prevalece la preocupación por el producto a conseguir, la obra a sostener, el trabajo a realizar. Con bastante frecuencia se ha llegado a identificar el «carisma» con esas actividades. Se ha olvidado o quedado en segundo plano el valor evangélico que el Fundador/a ha querido vivir, explicitar, encarnar, ejercitándolo en unos medios concretos, siempre relativos, como pueden ser esas obras. Por eso la denominación de «instrumental»: los medios, las obras, las tareas, se han convertido en el fin, en «la obra».

Como se ha dicho gráficamente, en la vida religiosa, «el taller prevalece sobre el hogar». «La instrumentalidad, que en un primer momento aparece como algo bueno, termina revelándose, el menos en las proporciones en que hoy suele darse, como un desdibujamiento de lo más singular del carisma religioso»[1]. Y así, los religiosos, como ha escrito otro analista, en un tono de humor, aparecen como unos «pobres seres ocupados», viviendo a «ritmo de eficacia, acelerando la historia, con agendas recargadas»[2].

Esta razón instrumental convierte al religioso/a en un «trabajador», en un «profesional». De manera que muchas de las crisis vocacionales se han producido al saberse o sentirse un número en la empresa, muchas veces sacrificado a las necesidades de las obras, tantas veces, especialmente con la edad, incapaces de la tarea.

Esta razón instrumental, se afirma en los análisis de la vida consagrada, ha condicionado y está condicionando la identidad de la misma y hace que la vida religiosa no acabe de encontrar su razón de ser, su renovación profunda, a pesar de tantos buenos esfuerzos y tantos cambios y experiencias ensayados, tanto en los lugares de inserción como en los destinatarios de sus trabajos. 

No otra es la figura-modelo del sacerdote. También él se percibe identificado con sus tareas o actividades. Se discutirá si ha de distinguirse por las actividades de orden litúrgico, sacramental, o por las del campo de la «evangelización por la palabra», o del ámbito de la dirección o gobierno de la comunidad, pero en todos los casos lo que prima en la concepciónes la condición de «trabajador», las actividades que ha de realizar. La «razón instrumental», lo que hace, las obras parroquiales, los proyectos apostólicos, los servicios múltiples que se han ido añadiendo, le absorben, le han convertido también en «ese pobre ser sobrecargado», corriendo apresuradamente de un lugar para otro para no perder ninguna de las posibles demandas de servicios.

Como es sabido, las grandes preguntas sobre la identidad del presbítero, se han colocado preferentemente en el ámbito de esta razón instrumental, del «poder hacer»: si lo que hace el cura lo puede hacer también el laico. Incluso desde ahí se plantea de ordinario la actual cuestión del sacerdocio de la mujer, que de hecho no ha superado todavía esta perspectiva, hoy ya obsoleta, de la razón instrumental.

Evidentemente esta comprensión instrumental ha movido y sigue moviendo buena parte del empeño de pastoral vocacional: una pastoral vocacional que ha podido ser calificada acertadamente como «de emergencia», de búsqueda de «mano de obra», búsqueda caracterizada por la angustia y el miedo , ante la perspectiva de tener que abandonar obras en las que se han desgastado vidas y fortunas, con una nostalgia de los tiempos idos, con el deseo de recuperar la abundancia de los servicios prestados en tantas y tan gloriosas instituciones.

Ante esta situación se hizo ese enorme esfuerzo de nombrar-enviar «delegados» de pastoral vocacional para que, como fuera, «reclutaran» por las aldeas y cortijos, sobre todo niños, que se prepararan para trabajar en las obras de congregaciones y/o diócesis. Y a esto responde la pregunta insidiosa y presionante que todos los años se les lanzaba tanto desde las instancias oficiales como desde los propios compañeros: ¿cuántas vocaciones conseguiste este año?[3]

  • 2. La «razón simbólica». El nuevo paradigma teológico, tanto en la identidad y figura del sacerdote como en la de los religiosos se sitúa en lo que se ha dado ya en llamar de manera bastante común «la razón simbólica».

A ella se ha llegado por un triple camino: el primero, el fracaso de la razón instrumental tanto en el orden de la renovación de las personas como en el de la acción apostólica y, especialmente, en el de la pastoral vocacional: en efecto, hacerse trabajador de este tipo de empresas con todo lo que «exigen», no resulta demasiado llamativo, el mismo trabajo se puede realizar sin tanto sacrificio desde la condición de laico; el segundo , la profunda reflexión sobre la línea de la encarnación del Hijo de Dios, el Icono o Imagen del Padre, que lleva a descubrir en sus discípulos y seguidores «la imagen del maestro», de su ser y vivir; la tercera, la de la sacramentalidad de la Iglesia, y por lo mismo de todos los convocados a y en ella: todos llamados a ser en ella y desde ella, signos-sacramentos o sacramentales del propio Cristo y de su Iglesia.

La identidad, la razón de ser, la misión propia de las vocaciones se definen hoy, pues, no por lo que hacen sino por su funcionalidad, es decir, por lo que significan, por los valores cristianos que encarnan, por los aspectos del misterio de Dios o de Cristo y de la Iglesia que ponen de relieve, por los rasgos de Jesús que hacen visibles en este nuestro contexto histórico, por los elementos de su salvación que resaltan y/o realizan. Todo eso que se conoce como el «carisma» de cada vocación.

  • a) El presbítero deriva su razón simbólica de su condición sacramental. El es un»sacramento de Cristo Cabeza y Pastor» (cf. PDV 22, y passim). Esto quiere decir que su misión consiste en re-presentar, en hacer visiblemente presente el misterio salvífico de Cristo que se describe con la imagen de la Cabeza y del Pastor, con toda su riqueza bíblica, teológica y antropológica: el origen de la Iglesia en Cristo y por El; la convocación por el Padre, o sea, la prioridad absoluta de la gracia que es ofrecida a la Iglesia por Cristo resucitado (PDV 16); la compasión misericordiosa del Padre para con los hombres descarriados; la reconciliación y consiguiente congregación de los hombres en Cristo en un solo pueblo, en un solo cuerpo, en un solo rebaño.

La presencia del presbítero en una comunidad es memorial y estímulo para la construcción de la comunión de todos sus carismas y vocaciones en la comunidad eclesial. En esta perspectiva desaparece la preocupación angustiosa por su número y, sobre todo, por sus haceres, o actividades. Un solo presbítero, con su sola presencia, aun sin hacer nada, puede ser signo para muchas comunidades, puede ser una perfecta transparencia de Cristo Pastor.

  • b) La identidad de la vida religiosa se viene describiendo desde hace ya bastantes años, y hoy puede decirse que se ha hecho ya común tanto en la teología europea como en la americana, desde categorías como «parábola», «icono», oficializada ya esta última por la Exhortación «Vida consagrada» (cf. VC 14)[4]. Con ello se quiere acentuar lo que la vida religiosa sugiere y evoca, lo que representa, el rasgo de Cristo que cada congregación encarna, el aspecto de su misterio que pretende vivir y difundir en el mundo. La parábola o el icono se hacen significativos en la medida en que hacen realidad y viven lo que tratan de expresar.
  • c) En un caso y en otro, tanto en el presbítero como en la vida consagrada, -y lo mismo habría que decir de la vocación laical, sobre todo en su concreción matrimonial-, la misión fundamental ya se entiende que no es el hacer, la actividad que desarrolla, el trabajo que realiza (aun cuando siempre habrá tareas y actividades que están en especial sintonía con la significación, como la presidencia de la eucaristía en el caso del presbítero) sino lo que significa y cómo lo significa. Y por lo mismo, la preocupación fundamental es la capacidad de significación y trasparencia de lo que están llamados a ser.

Así se entiende la unidad entre ser y misión: la misión consiste en ser un excelente signo. Cuanto más claro sea el significar más estamos en el propio ser. Así se entiende las frecuentes apelaciones a que se evangeliza más por lo que se es que por lo que se hace. 

Esto libera de esa doble angustia ya aludida: el número y la edad. Y desde ahí se entiende la acertada frase de Masseroni, que citábamos al comienzo: no importa cuántos signos hay sino qué tipo de signo se es, cuál es su calidad.

Esto acentúa también, como ya hemos sugerido, el valor de la figura, de lo que se ve en estas vocaciones, de su vivir, de su presentarse. Porque ahí se juega su significación, su capacidad real de transparentar el misterio. Si algo se ha de decir del hacer desde esta perspectiva del símbolo es que lo que verdaderamente importa no es la cantidad de lo hecho, sino el modo de ese hacer, los lugares donde se realiza, a quiénes se destina, el modo de gestionarla, el estilo de la actividad[5].

Si esta comprensión relativiza el problema del número y de la edad -basta una partícula para que el pan re-presente el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía; bastan 12 personas, los apóstoles, para que se realice la Iglesia entera de Jesús- ella sola estimula la verdad de lo que se es, la coherencia de la vida con lo que se proclama ser. Y es esto sin duda lo que va a marcar nuevo rumbo a la pastoral vocacional[6].


[1] Cf. Cencini, Vocaciones. De la nostalgia a la profecía, Ed. Atenas, Madrid 1994, p. 95-96.

[2] Sobre todo este paradigma pueden verse los numerosos artículos y reflexiones contenidos en las revistas «Vida Religiosa (Madrid), especialmente las de J. C. Rey García de Paredes, G. Fernández, M. Martínez, S. M. Alonso, y Testimonio (Chile), Convêrgencia (Brasil), Vita Consecrata (Italia). En esta línea se sitúa la reciente Exhortación apostólica Vita Consecrata.

[3] A. Tomás, Los jóvenes, el futuro de la vida religiosa, en Confer 35 (1996) p. 316.

[4] J. C. Rioja, Los religiosos, «esos pobres seres ocupados», en Vida Religiosa, 78 (1995) 298-302.

[5] Véase la lúcida y acertada descripción de este aspecto en A. Cencini, Vocaciones. De la nostalgia a la profecía, Ed. Atenas, Madrid 1994, p. 41-52.

[6] Véase especialmente los artículos de J. Cristo Rey García de Paredes y de G. Fernández Sanz en Vida Religiosa y Testimonio, que han fundamentado y divulgado esta perspectiva.

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