Desde hace varias décadas resuena el canto de lamentaciones eclesiales sobre la crisis de las vocaciones sacerdotales. La preocupación en el ámbito eclesial e institucional crece al ritmo de diversas reacciones: alarmas, miedos, desesperanzas, incluso hastío y cansancio. Si pensamos en el llamado vocacional como una sinfonía, aquellas actitudes teminan por desafinar su armonía.
Pareciera que la animación vocacional, queda relegada a una suerte de fracaso anticipado que termina por generar malestar, quejas y corazones apesadumbrados. Como si se tratara de esas empresas imposibles de recuperar, en indefectible camino a la ruina. Quizá el animador vocacional termina siendo el destinado a “bailar con la más fea”, esa expresión popular rioplatense que alude a llevarse la peor parte, y que revela resignación ante la realidad que se nos impone.
¿Hay lugar para el baile creativo de la Vocación?
Nunca se hicieron tantos esfuerzos en la búsqueda de soluciones y reflexiones, de Congresos especializados y querer encontrar caminos posibles, para realizar algún tipo de diagnóstico claro sobre la situación vocacional. Volviendo a la expresión popular, es como si reconociéramos la fealdad solo fuera de nosotros: así terminan siendo la música, el ritmo, los zapatos, el compás, las excusas que nos encierran en nuestro lamento. En definitiva, conocer algunas causas no hace más llevadera la carga.
Se dice, que toda crisis es criba, purificación, discernimiento, que tiene su dinámica de fecundidad, de iluminación. ¿Vale la pena poner música de lamento, sombría, sabiendo además que los zapatos te lastiman? ¿Dónde estamos buscando la música? ¿Hay lugar para el baile, para la danza de espíritus que permite renovar creativamente la ilusión vocacional? Sería estéril si nos quedamos en el lamento, en la búsqueda de culpables, el descuido y heroicidad de esta misión pastoral.
¿Bailar con la mas fea?
“Bailar con la más fea” es mirar simplemente la escasez, la falta, es centrarse en un aspecto cuantitativo, sociológico. Sin embargo, la vocación tiene raíces teológicas. Esta distinción invita a reconocer quién es el músico. Dios sigue velando por las necesidades de su pueblo, sigue sonando y llamando desde dentro en tantos y quiere servirse de nosotros, aún desafinados, para seguir animando y animándonos a la danza vocacional.
“Bailar con la más fea” es olvidarnos del “Maestro de la orquesta”. Quizá por pensar en tantos medios de embellecimiento artificial, dejamos de lado la atención y la escucha con el corazón, que son las que nos permiten descubrir la música que nos hace comunidad. La música de Dios no es selectiva, es un baile abierto, que anima a cada uno, dentro de una comunidad, a ofrecer singulares pasos que engendran belleza. Desarrollar este sentido de baile eclesial nos llevará a asumir que necesariamente estamos llamados a descubrir la belleza de mis compañeros y compañeras de baile. La belleza de la danza compartida, que se convierte en misión eclesial, al ritmo del proyecto de Dios. Acá vale preguntarnos ¿sé descubrir la belleza del baile vocacional en consonancia con mi Iglesia particular, con las comunidades parroquiales, con los agentes pastorales?
“Bailar con la más fea”, se hace pesado, rígido, uno no ve la hora de que la música termine. ¿No será que nuestra animación vocacional queda muchas veces pesada, tan corpulenta que no da margen de movimiento? Más preocupados por la organización que por la música, más preocupados por el salón que por los pasos de baile. Más interesados en el maquillaje que en lo que verdaderamente vale: el encuentro que posibilita la danza. Será que nos hemos olvidados de las personas, por estar tan abocados en los medios. Será que nos volvimos sedentarios en la sofisticación, y por lo tanto, lentos al encuentro y al movimiento consonante y armónico. O quizá hasta olvidamos cómo bailar, porque dejamos de escuchar la música de Dios.
Dios hace nuevas todas las cosas…
Si la animación vocacional es la música que puede sintonizar en todas las pastorales, y dimensiones eclesiales, es urgente afinar nuestro oído, sintonizar el corazón, abrir la mente y poner atención. Porque no sea “que teniendo ojos no veamos, y con oídos no escuchemos” (Mc 8, 18) al Dios que sigue llamando y animando.
Esto requiere una revisión personal, eclesial e institucional. ¿No será que la animación vocacional termina siendo “bailar con la más fea?” precisamente porque revela nuestras profecías auto cumplidas, de quienes terminan por encontrar aquello que no se quería ni siquiera buscar? ¿No será que la animación vocacional desenmascara nuestros desánimos y desilusiones vocacionales? ¿No será que podemos sentirnos muchas veces los “feos” delante de la música de Dios que nos invita a la renovación permanente?
Desde allí, se puede engendrar la posible oportunidad a la acción de Dios “que hace nueva todas las cosas”. La animación vocacional no será nunca la puesta en marcha de planes sofisticados o de medios tecnológicos para recrear una danza sin música? Sino más bien, la animación vocacional puede ser la sintonía de las personas que se conectan en la música de Dios, que resuena en tantos corazones.
La música de Dios nunca desafina
Por esto la animación vocacional requiere talento: eso que se forja entre el don natural y el esfuerzo personal. El talento de quien se anima a escuchar con sensibilidad los latidos acompasados y armónicos de Dios que resuenan de un modo propio en cada interioridad. El desplazamiento de quien se anima a bailar al compas de lo que escucha, aprendiendo la docilidad y el movimiento del espíritu. La iniciativa de quien se anima a salir al encuentro del otro e invitar a bailar. Abierto a que el otro sea el protagonista del baile, sin complejos ni vergüenzas. La gracia de quien se anima a reconocer que en el encuentro con el otro y en el baile compartido, emerge la belleza de Dios que pone Su melodía para que seamos en Él, notas armoniosas.
Cada nota es cada persona. Tener el talento para descubrir el lugar y el compas del propio llamado para que en la complementariedad de cada vocación, la música de Dios no desafine nunca. Esto es posible si aprendemos a escuchar la música sin pensar en músicas parecidas o plagios mal hechos. Escuchar la música de Dios es tener la capacidad de potenciar la creatividad. Asumir el riesgo de confiar en las pistas e intuiciones del Maestro de la orquesta.
Escuchar la música de Dios, gustar y asumir su melodía, es ir descubriendo el valor único de cada nota del pentagrama. Una nota precisa de la otra para crear, modelar y darle armonía y proporcionalidad a la obra. El talento de Dios genera las habilidades para que cada nota encuentre el lugar y el compas en el pentagrama, para que la sinfonía no desafine nunca y podamos seguir bailando aquí y ahora, hasta la eternidad. Así… ¿quién no querría bailar en la animación de la sinfonía vocacional de Dios?
¿Sera que nos volvimos obesos de sofisticación?
¿Será que nos volvimos impenetrables a los cambios voraces de la sociedad ?
¿Será que nos volvimos fundamentalistas de las instituciones? , olvidándonos del amor Cristico, expansivo…
Será que nos volvimos sordos en el día día , desoyendo la música del propio presente unida al amor más precioso, será que nos volvimos rancios al abrazo que es capaz de sostener la belleza de lo que realmente somos.
Es una hermosa metáfora, para comenzar a revisar las crisis vocaciones.
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