Pastoral de la Vocación

¿Por qué nos hace bien hoy leer a los Padres de la Iglesia?

Este artículo está escrito por Jose Luis Narvaja Sj

Esta pregunta sobre la lectura de los Padres de la Iglesia hoy, encierra tres cuestiones. La primera es una pregunta sobre el tiempo, es decir acerca de la tensión entre el pasado y el presente. La segunda nos lleva a reflexionar acerca de lo que significa leer. La última nos pone delante una serie de autores a los que llamamos Padres de la Iglesia. ¿En qué medida son padres? ¿en qué medida podemos considerarnos sus hijos? Trataré de responder brevemente

El tiempo: la tensión

San Agustín comienza su reflexión acerca del problema del tiempo con una frase desconcertante, digna de san Agustín. Dice: si no me preguntan qué es el tiempo, sé muy bien lo que es; pero si me lo preguntan, no sé cómo responder. Mucho antes de Agustín, al inicio de la civilización, cuando –evidentemente– no se disponía de los instrumentos de precisión con los que nosotros contamos hoy, los antiguos han encontrado un punto de referencia que les permitía medir el tiempo.

Porque la unidad de medida del tiempo se remite al corazón del hombre. El latido del corazón dura un segundo; un minuto, sesenta latidos. Esta forma de medición del tiempo permitía la abstracción propia del número; y, por otro lado, rendía justicia a la concreción existencial de la vida del hombre.

¿Qué hacemos nosotros cuando se nos acaba la batería del reloj? Cambiamos la batería, o –simplemente– cambiamos el reloj. En aquellos hombres coincidía el punto de referencia con la necesidad: cuando dejaba de latir el corazón, el tiempo –su tiempo y todo el tiempo– había llegado a su fin, disolviéndose en la eternidad. Todos nosotros conservamos ­–bien seleccionado– un tesoro de recuerdos: fotos, cartas, regalos… Y cada vez que los repasamos, despiertan en nosotros otro tiempo. Y lo hacen desencadenando un mecanismo por el que “volvemos a ser” aquello que éramos. Son dos tiempos que corren simultáneos.

Lo mismo sucede con la lectura.

Cada vez que abrimos un libro y nos “sumergimos” en su lectura, el tiempo de los personajes y el tiempo del autor corren junto a nuestro tiempo. Corren juntos, aunque no necesariamente acompasados. Algunas lecturas van acompañadas de una consoladora concordia, otras suenan como un acorde rasgado y disonante.

Por eso nuestro pequeño tesoro de recuerdos es una colección “bien seleccionada”, porque no nos consuela hacer resonar aquella melodía desafinada y discordante que acompaña al recuerdo de ciertos momentos dolorosos.

Esta es la misma conclusión a la que llega san Agustín en su reflexión sobre el tiempo.

El hombre vive siempre en el presente.

El pasado, que ya no existe; y el futuro, que aún no ha llegado a existir; existen, sin embargo, en su corazón. Porque es el corazón del hombre el arca de nuestros recuerdos –no en vano la palabra “recordar” está construida a partir de la raíz “cor-”, corazón–. Y a la vez, nuestro corazón respira mirando al futuro, de manera que también la raíz de la palabra “anhelar” nos habla de este respiro.

Y sin embargo, no se trata solo de contemporaneidad, se trata de acompasar los tiempos. Y por eso nos conviene señalar qué caracteriza a esa melodía consoladora que la distingue de todo acorde rasgado. Es una distinción que encierra toda nuestra vida y creo no exagerar si digo que en ella nos va la vida.

Los Padres

En el siglo XII Hugo de San Víctor escribió una obra llamada Didascalicon, una introducción al arte de la lectura, que es una especie de currículum de estudio para los estudiantes de su abadía parisina. Cuando describe la sagrada Escritura, dice:

“La sagrada escritura está formada por dos testamentos. El antiguo contiene la ley, los profetas y los hagiógrafos. El nuevo, por su parte, contiene el evangelio, los apóstoles y los Padres.”

(Didascalicon, libro IV).

Un paralelismo en tres tiempos.

El AT comienza con la historia de nuestros primeros padres, su caída y un tiempo que prepara la llegada del padre Abraham, padre de la fe que recibió las promesas. Siguen los profetas, que mantuvieron viva la esperanza. Y los hagiógrafos, maestros y doctores de sabiduría.

Por su parte, el NT comienza con el Nuevo Adán y la recapitulación de la historia de nuestros primeros padres en una nueva generación. Siguen los apóstoles, predicadores de la fe en Jesucristo, hasta la llegada de los Padres de la Iglesia.

Nuestro Padre Abraham “saludó las promesas desde lejos” (Hb 11,13). Los apóstoles y Padres del Nuevo Testamento vieron las primicias de esas promesas y en ellas engendraron una “multitud” “como las estrellas del cielo y las arenas del mar”, una multitud que anhela su cumplimiento definitivo. Podemos encontrar comentadores, doctores y maestros de la escritura, pero esto no alcanza para ser padres en el espíritu ni Padres en la fe.

Porque la paternidad en la fe y en el espíritu se “funda” en una dinámica que es la que nos señala la misma escritura cuando nos invita a doblar la rodilla ante el Padre “del cual procede toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3,14-15).

El proceso de engendrar espiritualmente en la fe nos recuerda a aquel sabio maestro chino que señalaba la luna, instruyendo al discípulo para que no se distrajera mirando al dedo índice, sino que –más bien– se animara a alzar los ojos para contemplar.

Leer los Padres

Como leer cualquier autor clásico– significa, en definitiva, lo que se cifra en la respuesta que Telémaco da a Atenea, cuando la diosa le pregunta: ¿Tú eres el hijo de Ulises? Y Telémaco le responde: «Mi madre afirma que soy hijo de Odiseo, pues, lógicamente, yo no puedo saberlo por mí mismo. No hay quien conozca directamente su estirpe.» Hay un relato que despierta la memoria y nos confirma en nuestra estirpe. Nos dice de dónde venimos y a qué punto hemos llegado.

Los Padres de la Iglesia nos recuerdan quién nos ha engendrado y quién nos ha regenerado. Esta es la música armoniosa que no sólo acompaña nuestra lectura y re-lectura, sino que permanece engendrando Iglesia, engendrando familia, recapitulando la historia y abriéndonos al futuro.

Porque no es una certeza estática. El relato de Penélope ha puesto en movimiento a Telémaco para ir a buscar a su padre en un recorrido semejante al de Ulises. También nos pasa a nosotros. Entramos en el dinamismo de la búsqueda. Puede ser que nos encontremos con los feacios, con Escila y Caribdis, con Circe, con Polifemo o con las sirenas…

Ritmo siempre nuevo

Cada vez que abrimos un libro y nos “sumergimos” en su lectura, el tiempo de la obra y el tiempo del autor corren junto a nuestro tiempo. Corren juntos.

Cada vez que se re-cita una poesía, cada vez que se re-presenta una obra de teatro, esa poesía o esa obra de teatro son distintas, porque, al acompasarse los tiempos, el recitador y el actor están ellos mismos dentro de la obra. Y esto las hace a tal punto nuevas, que recitador y representador se convierten en coautores.

Tal vez en un momento de entusiasmo podría ocurrírseme cantar el brindis de Cavalleria Rusticana. Ahí están la música de Mascagni y las palabras de los libretistas (Targioni y Menasci). Pero pueden estar seguros de que no será lo mismo si lo canto yo, que cuando lo cantaba Pavarotti.

Todo el recitador, todo el representador, todo el lector vive en esa re-lectura. Y su presencia renueva de tal manera la obra, que san Gregorio Magno llega a decir que la sagrada escritura crece cada vez que alguien la lee. Cada vez que leemos o releemos a los Padres encontramos que se da una consonancia y se acompasan los tiempos. Reconocemos en ellos nuestras mismas preguntas, nuestros mismos anhelos, nuestras mismas preocupaciones. Y sin embargo, los Padres –como auténticos padres: dadores de vida y de libertad– nunca nos darán la respuesta a “nuestras” preguntas, nunca nos concederán “aquello” que anhelamos, nunca resolverán “nuestras” preocupaciones.

Los Padres nos recordarán…

Nos contarán, en cambio, cómo han superado ellos sus propias dificultades, cómo han respondido a sus preguntas, cómo han alcanzado sus anhelos, cómo han resuelto sus preocupaciones. Los Padres nos recordarán las palabras del salmo (82,6): “Ustedes son dioses e hijos del Altísimo”. Nos recordarán la pregunta de los discípulos de Emaús (Lc 24,32): “¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino?” Nos recordarán el consejo del Eclesiástico (32,5): “Habla con sabiduría y no interrumpas la música.” Nos hablarán de nuestro Padre y nos insuflarán la valentía necesaria para que nosotros mismos encontremos nuestras respuestas.

Concusión

Por todo esto considero que nos hará bien leer y releer los Padres de la Iglesia. Pero no debemos leerlos por obligación o por respeto, sino que nos hará bien leerlos por amor, con amor filial, con esa “pietas” –piedad– con que Virgilio describe a Eneas cuando escapa de la Troya en llamas, llevando a su padre en hombros.

Nosotros sabemos que Eneas no pudo hacer otra cosa. Y no podía hacer otra cosa, porque ese gesto lo había aprendido de su mismo padre.

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