Pastoral de la Vocación

Espiritualidad laical

Etiquetas Espiritualidad
Este artículo está escrito por Francisco Ceballos

Hablar de espiritualidad laical, en un primer momento, nos hace pensar en aquellas discusiones conciliares sobre lo específico de cada estado de vida del cristiano. Definir lo propio del laico, suponía establecer aquella diferencia específica con respecto a quienes por el sacramento del orden pertenecen al estado clerical o a quienes, por la emisión publica de los votos, consagran su vida en un modo particular de seguir a Cristo. El laico definido por defecto era quien no tenía ni una cosa ni la otra. Si ya costaba definir al fiel laico en sentido positivo y no privativo, imaginense hablar de una espiritualidad laical.

Este breve artículo y el que sigue, intentará dos cosas: encuadrar la identidad espiritual del laico en el contexto más amplio del seguimiento de Cristo. Queda pendiente el contexto eclesiológico. Y a partir de allí esbozar, siguiendo las aportaciones del magisterio de la Iglesia, un perfil que nos permita visualizar aquellos rasgos distintivos de la vocación laical y de su desenvolvimiento existencial.

La espiritualidad laical tiene una raíz y esta raíz no es otra que el bautismo. Por medio del bautismo se comienza a ser cristiano y se es cristiano no simplemente por un título adquirido, sino por la expresión de una realidad radicalmente nueva. A esta manera de ser la llamamos discipulado. ¿Qué es ser discípulo? ¿Cómo se llega a ser discípulo? ¿Qué supone ser discípulo? Intentaremos responder a estas interrogantes para deducir de ellas aquellos rasgos fundamentales la espiritualidad laical.

¿Quién es discípulo?

Se es discípulo de Cristo bajo tres aspectos esenciales que configuran la relación de todo bautizado con él: ser llamado, estar con Jesús y estar cómo Jesús (Mc 13-14). Traducir esta triple dimensión de la experiencia discipular dentro del dinamismo del seguimiento, es poner de manifiesto aquello que resulta fundante en el modo de ser (carácter sacramental del bautizado) y su modo de estar en el mundo (carácter existencial de la fe). Veamos como esta triple dimensión de la experiencia discipular y el que llamaremos «doble carácter de la identidad cristiana», pueden verse como la clave constitutiva de la espiritualidad laical.

Partiendo de la relación que funda la propia vocación bautismal, esto es la vivencia del carácter sacramental por la que el discípulo se identifica en su ser profundo con el Hijo, ungido por el Espíritu, para anunciar a la Buena Noticia del Reino (Lc 6, 16-21); afirmamos que la primera dimensión constitutiva del discipulado tiene que ver con “el llamado”. De modo diverso a como se establecía esta relación escolar entre maestro y discípulo en el contexto judío de los tiempos de Jesús[1], el testimonio de los evangelios sinópticos nos habla de la iniciativa de Jesús en la llamada[2] a ser discípulo, esto es, a establecer un tipo de relación de seguimiento, donde queda de manifiesto el carácter itinerante del ministerio de Jesús.[3]

 La segunda dimensión del discipulado tiene que ver con este “permanecer con Jesús”. La primera experiencia formativa del discípulo arraiga en la relación con Jesús. Ahora bien, no se habla de una relación cualquiera, sino de una relación de permanencia (Jn 1, 35-39) de convivencia, de estar con Jesús y por tanto dejarse alcanzar por el propio testimonio del maestro, así afirma Rowan Williams: “… a la hora de reflexionar sobre el discipulado, lo fundamental estriba en ese quedarse con Jesús… la relación ideal del discípulo con Jesús es este permanecer.”[4] La escuela discipular de Cristo  supone entrar en este dinamismo de la cercanía, de la intimidad, dónde se aprende, no una idea de Dios, sino donde se hace una experiencia del Dios de Jesús, del Reino de Dios que se abre paso en la persona de Jesús con sus gestos y palabras.

La formación del discípulo

La formación del discípulo se desarrolla en el seguimiento que supone: la convivencia con el maestro, la escucha de sus palabras, el ser testigo de sus gestos y compartir su misión. Finalmente, a la ulterior relectura de estos aspectos que llamamos experiencia. No se puede ser discípulo allende a esta experiencia, por medio del cual quien es llamado a seguir a Jesús se hace testigo de aquél a quien sigue.[5] En este sentido se debe encuadrar el hecho de que Jesús no solamente llama a estar con él, sino que al mismo tiempo, comparte, con aquellos a quienes llama, su propia misión. Jesús llama y capacita a los discípulos para enviarlos delante de él con el poder de manifestar la novedad del Reino.[6]

Vemos pues, como estas tres dimensiones constitutivas de la experiencia discipular: llamada, permanencia y misión, se articulan en lo que hemos querido llamar el doble carácter de la identidad discipular del cristiano: estar con Jesús y estar como Jesús. Estar con Jesús supone entrar en el dinamismo del seguimiento, esto es, ponerse a la escucha de la Palabra, aprender a Cristo en sus palabras, sus gestos de liberación, su modo particular de relacionarse desde la compasión manifestando así el rostro misericordioso del Padre.[7]

Ser laico es ser testigo en medio del mundo

Por otro lado, estar como Jesús es manifestar en la propia vida a Jesús mismo. Esto significa situarse en la realidad como Jesús se sitúa, no desde la posición hegemónica de un mesianismo comprendido desde el poder (Mt 4, 5-10), sino en la lógica del amor llevado al extremo (Jn 13, 1), en la lógica del servicio (Lc 22, 27) en la lógica de la cruz (Fil 2, 5-8). El discípulo que comparte la misión de Jesús está llamado al mismo tiempo a compartir su destino y es aquí donde podemos encontrar la raíz y al mismo tiempo la plenitud del testimonio de vida cristiana. Así nos lo recuerda el Concilio Vaticano II cuando afirma: “El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad y ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza, que es fruto de los labios que confiesan su nombre (cf. Hb 13.15).”[8]

En palabras del Concilio, la unción profética recibida en el bautismo constituye el signo sacramental de donde brota el testimonio cristiano entendido, precisamente, en clave profética. Vivir la vocación bautismal supone, por tanto, entrar de manera cada vez más consciente en el dinamismo del seguimiento de Jesús identificándose con él. Al mismo tiempo, este camino de seguimiento se expresa de manera particular en el testimonio profético por medio del cual el fiel cristiano hace visibles y creíbles los valores del Reino:

Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor». Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír»

Lucas 4, 16-21

El episodio de la sinagoga de Nazaret narrado por Lucas (Lc 4, 16-21), revela no sólo la identidad de Jesús como el Ungido del Padre, sino al mismo tiempo el carácter liberador y profético de su misión. Jesús se presenta como el cumplimiento de la promesa hecha por Dios a su pueblo manifestando con ello la omnipotencia de Dios, tal como afirma Jürgen Moltmann,[9] precisamente en su fidelidad. En el “hoy” del cumplimiento, Dios manifiesta su presencia salvífica en la historia de los hombres. En la vida del cristiano, el “hoy” de Dios se hace presente cuando en medio del mundo se viven y se promueven aquellos valores del Reino expresados en el evangelio. El ser testigos en medio del mundo de estos valores permanentes del evangelio constituye el nucleo de la espiritualidad laical.


[1] Un claro ejemplo de este tipo de discipulado lo encontramos en la experiencia formativa de Pablo en la escuela de Gamaliel (Hch 22,3).

[2] Mc 1, 16-20; Mt 4, 18-22; Lc 5, 1-11.

[3] Begasse De Dhaem, A. Mysterium Chisti: cristologia e sotereologia trinitaria, Editrice Citadella (2021- Assisi), p. 166

[4] WILLIAMS R. Ser discípulo: rasgos esenciales de la vida cristiana. Ediciones Sígueme (2019 – Salamanca), p. 13

[5] Cfr. Begasse De Dhaem, A. Ibid. p. 169

[6] Mc 3, 14-15; 6, 7; Lc 9, 1; 10, 1-20.

[7] Cfr. FRANCISCO. Misericordiae Vultus: Bula de convocación al jubileo extraordinario de la misericordia. Roma 11 de abril de 2015, N° 1

[8] Concilio Vaticano II: Lumen Gentium. N° 12

[9] Cfr. Moltmann, J. Teología de la Esperanza. 1969, p. 186.  Para Moltmann “la esencia de Dios no consiste en que sea absoluto en sí, sino en su fidelidad”, con la cual se revela e identifica en clara continuidad con la única historia salvífica que no es otra que la historia de la promesa.

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