Pastoral de la Vocación

Rumbos nuevos para una pastoral vocacional renovada (III)

Este artículo está escrito por Luis Rubio Morán

El valor antropológico de la vocación

En el contexto cultural actual en el que la persona se sabe y quiere responsable de su propia construcción como persona y se redescubre una sensibilidad especial frente a la condición de felicidad, la vocación no puede ser concebida ni presentada como negación o renunciad o sacrificio de lo humano, ni tampoco solo como entrega a Dios y servicio a los hombres (autotrascendencia), sino que ha de acentuarse también el sentido humanizador, identificador y de bienaventuranza-felicidad que la vocación, toda vocación, entraña.

El deseo de realizarnos

El anhelo de autorrealización que caracteriza a las generaciones nuevas es sin duda un signo positivo, una manifestación existencial de la vocación primera impresa en el ser humano por el Creador, tal como nos viene típicamente sugerido en la narración del Génesis. El «creced», a diferencia del «multiplicaos», entraña el desarrollo personal, el llevar hasta la máxima perfección la capacidad de cada ser humano, hasta la plenitud que consiste en llegar a cumplir a la perfección la condición de «imagen de Dios», o, siguiendo la línea del comentario que hace San Pablo, hasta llegar a transformarse «en la imagen del Hijo cada vez más gloriosa» (2 Cor 3, 18), «hasta que seamos hombres perfectos, hasta que alcancemos en plenitud la talla de Cristo» (Ef 4, 13, texto situado precisamente en un contexto vocacional, de organización de los carismas en la Iglesia)[1]. Cristo, que se hizo semejante a lo humano en todo excepto en el pecado, es la pauta.

Integrar todos los aspectos de la personalidad

La vocación no exige ninguna represión. La ofrenda de sí mismo a Dios, en el servicio a los hombres, excluye, sí, cualquier anhelo de autorrealización de tipo narcisista considerada como el simple desarrollo de todas las capacidades y la satisfacción de las propias necesidades, ocupar un puesto de relieve social, comprar la estima de los hombres. La vocación cristiana pretende y ofrece la posibilidad de la integración de todos los aspectos de la personalidad, de todas las energías y capacidades del yo en torno a un valor, que es la meta última, el núcleo unificante de toda la personalidad, de toda la historia personal, por negativa que haya podido ser[2].

No se trata, por tanto, de negar o suprimir, sino de reorientar, de organizar, de hacerlo girar todo en torno a ese valor nuclear que en el caso de las vocaciones es una persona y la causa de esa persona. Por ello la vocación desvela el propio ser y a la vez le da alas, lo eleva, lo estimula. En ella uno descubre el propio «yo ideal», la meta absoluta y el punto de arranque a la vez del propio desarrollo, incluida la propia afectividad, el proyecto personal que asume el proyecto de Dios para mí.

Por su parte cada grupo ecesial, las distintas vocaciones específicas, tienen la misión de asumir-revelar-realizar algún aspecto de esa imagen de Dios que es el Hijo, de su acción salvífica, como se dice a propósito de la vida consagrada:

Verdaderamente la vida consagrada es memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos. Es tradición viviente de la vida y del mensaje del Salvador.

Vita Consecrata 22

Las personas consagradas de vida activa lo manifiestan «anunciando a las gentes el Reino de Dios, curando a los enfermos y lisiados, convirtiendo a los pecadores en fruto bueno, bendiciendo a los niños y haciendo el bien a todos». Las personas consagradas en los Institutos seculares realizan un servicio particular para la venida del Reino de Dios, uniendo en una síntesis específica el valor de la consagración y el de la secularidad. Viviendo su consagración en el mundo y a partir del mundo, «se esfuerzan por impregnar todas las cosas con el espíritu evangélico, para fortaleza y crecimiento del Cuerpo de Cristo».

Vita Consecrata 32

El equilibrio entre lo personal y lo institucional

En el encuentro de ambas perspectivas, la personal y la institucional, el carisma propio y el congregacional o ministerial, la persona descubre su «ideal», más por intuición que por raciocinio, más en la oración y en el vivir cotidiano que en el estudio o reflexión puntuales, ese su «yo ideal», que indica rumbo a su existencia, que hace de él un enviado convencido a realizarse como persona en plenitud precisamente en ese carisma y no en cualquier otro; allí intuye que está la fuente de su felicidad, su descanso, lo que dinamiza todas sus energías y las eleva de categoría y de dinamismo. El carisma-vocación se convierte así en esa «realidad objetiva, trascendente y no creada por el individuo, que revela al hombre su identidad subjetiva ideal, lo que está llamado a ser» (Cencini).

Es claro que en este contexto cultural esta perspectiva antropológica es la única que puede orientar una pastoral vocacional que quiera responder a este nuevo signo de los tiempos que tiene que ver con la realización en plenitud de la persona y con su felicidad.


[1] Véase lo dicho a este respecto por el P. José Cristo Rey García de Paredes: «Se cae frecuentemente en la trampa del «eficacismo». Se piensa, por ejemplo, en ofrecer a la sociedad un «buen colegio», un «buen hospital»… Y por «bueno» se entiende «eficaz». Y la «eficacia» se juzga por los resultados «burgueses»: un colegio «de alto nivel intelectual», un «hospital de alta técnica». Otra cosa es plantearse la misión apostólica en clave de signo. Erigir un «colegio-parábola», un «hospital-parábola», una «parroquia-parábola». Y… parábola del Reino, por supuesto… Reconvertir las actividades y obras apostólicas, las instituciones, en «parábolas del Reino» les exige a los religiosos «volver a sus orígenes carismáticos», a aquel momento en que la educación, el servicio a los enfermos, la atención a los marginados era una parábola dentro de la sociedad. Hoy día nuestros pueblos necesitan «nuevas parábolas» en favor de una humanidad no discriminante, que no valore al hombre solo por su capacidad intelectual, por sus ideas religiosas, por su gratitud, por su educación, por su dinero, por su poder social. Parábolas que hablen de Dios con el lenguaje de nuestros contemporáneos, pero del buen Dios que hace salir su sol sobre buenos y malos, que tienen abierta siempre la puerta de la casa para el hijo pródigo, que no arranca la cizaña (¿qué sería una institución educativa o sanitaria en esta clave?)», en El reto de la evangelización a la vida religiosa apostólica, en Seminarios 35 (1989) 163-164.

[2] Resulta curiosa la historia que cuenta Cencini de su propio Instituto: durante más de cien años nunca fueron más de 3 religiosos. Y cuando entraba uno nuevo, uno de los tres moría pronto, Cf. Vocaciones… p. 44, nota 2.

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