Pastoral de la Vocación

A los presbíteros

Este artículo está escrito por Yolban Figueroa

“A los presbíteros, pues, entre ustedes, exhorto yo, el compresbítero

1 Pe 5, 1

Con mucha frecuencia nosotros, los presbíteros, nos encontramos agitados y hasta conmocionados por el asedio de dificultades sociales, económico-políticas, personales, religiosas, etc. En ellas solemos colocar una buena porción de nuestras energías –y por ende de vitalidad–, que restamos a la vida y al ministerio.

En su interrelación, estos factores configuran un ambiente externo que puede afectar notablemente nuestra interioridad. Conducir a generar una personalidad costumbrista, desalentada y desalentadora, pesimista; intolerante, reaccionaria; frecuente agotamiento y una alta tendencia a la depresión. Suele ser común toparse en nuestros presbiterios con presbíteros que expresan una opinión negativa sobre todas las buenas propuestas que se hacen en orden al cuidado y provecho de los propios presbíteros, e incluso desmerecen y descalifican a quienes las proponen.

No obstante, este «quiebre» de la personalidad de los presbíteros puede tener también unas causas internas, entre las que puede figurar una predisposición debido al descuido del cultivo de nuestra interioridad. Tan es así, que la incidencia de los factores externos depende en gran medida del «componente interno», que generalmente se configura –al menos en los ya presbíteros– por la atención, cultivo y cuidado de la propia interioridad con el auxilio de la gracia del sacramento.

De este componente interno es del que me quiero ocupar en esta reflexión. Y lo quiero hacer de la mano de un «compresbítero», como lo es don Manuel Domingo y Sol. La revisión y estudio de la vida y ministerio del Beato Manuel Domingo y Sol y de algunos de sus escritos, ha sido de mucho provecho para mi vida presbiteral. A partir de él quiero ofrecer a todos los interesados la exposición de una serie de consideraciones y consejos que contribuyen a crear, cultivar y fortalecer un «ambiente» interno que favorece notablemente la persona del presbítero, a mejorar su vida, y por lo tanto inciden directamente en el ejercicio del ministerio y de la misión. Por supuesto, no pretendo agotar la riqueza de las aportaciones que el Beato Manuel Domingo y Sol hace a nuestra vida y ministerio de presbíteros.

Despertar nuestra conciencia y sustraerla a las obras muertas

El ambiente que rodeó a don Manuel se caracterizaba por una legislación anticlerical; por la prohibición a los obispos de otorgar nuevas órdenes; por un clero dividido; por crisis de vocaciones; por una decadencia de las casas religiosas debido a las expulsiones, desamortizaciones y prohibiciones por parte del gobierno; por la ruptura de relaciones entre el gobierno español y el Vaticano; por sedes episcopales vacantes; por seminarios cerrados y ocupados para otros fines; por el control de la enseñanza por parte del gobierno; etc. (R. García, Historia de la Iglesia Católica, IV, 523).

Pero un hombre es el resultado de un conjunto de factores que lo forjan desde dentro, los unos, y desde fuera los otros. El carácter del Beato Manuel se forjó a fuego. Él supo aprovechar todo lo que la vida le puso delante para crecer como hombre de Dios, y para serlo verdaderamente. Las graves dificultades socioculturales y religiosas en las que creció no supusieron en él la asunción de una actitud quejumbrosa, sino que le permitieron forjar un carácter varonil y de hombre de fe. Es falsa la tesis que señala como único factor responsable de la penosa situación espiritual y humana de algunos presbíteros el actual contexto histórico y sociocultural. Las causas hay que buscarlas –sobre todo– dentro, en el ámbito interno. Si los factores externos influyeron en la configuración del corazón de pastor de don Manuel lo hicieron para bien: la suya es una vocación signada por los signos de los tiempos.

Este primer elemento es fundamental para salvar nuestra persona y sacar el máximo provecho a nuestro ministerio en orden a la salvación real de las personas a nosotros confiadas: educar nuestra interioridad para aprender a descubrir en el contexto que nos rodea los signos de los tiempos; o educar nuestra interioridad para percibir en la situación externa los signos del Espíritu.

Esto y no otra cosa es acrecentar la personalidad y espiritualidad del pastor. Contamos con la gracia de Dios propia del sacramento del Orden. Es preciso despertar nuestra conciencia y apurar la intención y el deseo de crecer en Dios; de crecer como hombres de Dios. El hombre de Dios no se improvisa; el hombre de Dios se forja, se cultiva, se educa y se cuida para que permanezca siendo un signo de la gracia de Dios en medio del mundo.

Disponerlo todo en nuestro interior para cultivar una espiritualidad cristiano-apostólica

Ser abierto a los signos de los tiempos no es una cualidad que se improvisa. Al contrario, se adquiere y se cultiva con paciencia. Se requiere de una sensibilidad espiritual para percibir el paso del Espíritu en las circunstancias sociales y eclesiales que nos rodean, y para saber cómo responder a ellas sin dejarnos arrastrar por apasionamientos desmedidos. Don Manuel había cultivado esta cualidad desde el hogar: «En medio de estas agitaciones y turbulencias, la familia de Don Manuel, exenta de todo apasionamiento político, llevaba una vida tranquila, de profunda piedad y honrado trabajo» (Martín – Rubio, Mosén Sol, 84ss. Cf. J.M. Javierre, Reportaje a Mosén Sol, 147ss).

El Beato se preocupa y ocupa en cultivar un ambiente, un clima interior que hace de su corazón, de su alma, un recinto para acoger con buena disposición las circunstancias de la vida, y para hacer que estas sean oportunidades para dejar traslucir la gloria de Dios. A esto invita a sus discípulos el propio Señor Jesucristo (cf. Jn 9, 1ss.); esta es una aptitud del hombre de Dios (1 Re 18, 1-40).

En la Tortosa rural a don Manuel no le era extraño el lenguaje labriego, tan apropiado para expresar las realidades hondas de la vida, en sintonía con el lenguaje de muchos de los libros que componen la Sagrada Escritura. Así pues, don Manuel era un hombre poseedor de unas cualidades y virtudes humanas cultivadas, tal como las había recibido y aprendido en el hogar. Sus biógrafos lo describen como poseedor de unas virtudes humanas grabadas a fuego en su alma: «La personalidad humana de don Manuel es rica y pródiga: talento despejado, visión clara, corazón grande, mucho sentido común y enormes deseos de trabajar apostólicamente» (Sacerdotes Operarios Diocesanos, Manuel Domingo y Sol, Cuadernos). Estas cualidades crean una aptitud que, sumada a las actitudes que provoca, crean un clima interior, una espiritualidad cristiano-apostólica.

«Ser verdaderamente hombres» … de Dios y de la Iglesia

Si supiésemos de alguien que pretendiese crecer en la vida cristiana sustrayéndose a la ascética que le es propia, lo menos que pensaríamos es que está desorientado o que es un ignorante. Pues bien, eso mismo es lo que no pocos presbíteros hemos pretendido: vivir y gozar acomodaticiamente de los placeres de la cultura presente y hacer de presbíteros de la Iglesia católica.
Manuel Domingo y Sol ha podido contar en su haber con este clima interior, con esta espiritualidad a la que nos hemos referido antes, porque se alimentará de un «humus» de sólidos fundamentos cristianos, y en el que tiene hundidas las raíces de su vida cristiana y apostólica. Don Juan De Andrés la llamará «Código familiar» (Mosén Sol, 13).


Sin vida cristiana no hay ministerio pastoral cristiano. Y no hay vida cristiana sin espiritualidad cristiana. No se puede «hacer» de cristiano sin serlo verdaderamente. Si los presbíteros no nos transformamos en verdaderos hombres cristianos –según la antropología cristiana– no seremos verdaderamente hombres. Y no es posible transformarse en hombres cristianos sin una ascética sobre sí mismo; un trabajo denodado por ser verdaderos hombres de Dios.


Una ascética impuesta por la espiritualidad propia del ministerio apostólico. Por propia experiencia el Beato Manuel Domingo y Sol está convencido de que es necesario cultivar un conjunto de cualidades y virtudes humanas que posibiliten y favorezcan la vida y el trabajo apostólico; y sintetizaba esta cualificación con esta frase: «Ser verdaderamente hombres».

El trabajo sobre sí mismo es hoy más urgente si tomamos en cuenta que la sociedad de la que provenimos ha desdibujado lo que significa ser hombre, en concreto, varón. No somos pocos los presbíteros que nos vemos impelidos a pasar por alto comportamientos ambiguos y nada varoniles de muchos de nuestros feligreses varones.

Y es que esta sociedad ha «orquestado» una lucha contra el varón verdadero y auténticamente tal. Se avanza decididamente hacia una cultura indiferenciada de los roles del varón y la mujer; una cultura de lo «unisex»; una cultura de sexos a la carta, de sexos intercambiables. La sensiblería y sus expresiones histriónicas la comparten hoy hombres y mujeres por igual. La ascesis hoy tiene mala prensa: es una afrenta, un atentado contra la dignidad de la persona humana.

Don Manuel es un hombre humanamente cultivado, por eso tiene el convencimiento de que las cualidades y virtudes humanas se pueden adquirir con firmeza de voluntad y trabajo constante sobre sí mismo. A los Operarios les dice:

«Hemos de tener ciertos criterios rectos y prácticos, o al menos modificar ese carácter y adquirir un criterio con el estudio de la experiencia y entrando dentro de nosotros mismos, y estando dispuestos a escuchar cuantas observaciones quieran hacérsenos, y esto con humildad. […] Hemos de ser hombres».

Escritos del Beato, I, 5º, 66, 357

Los «exhorto yo, el compresbítero» (1 Pe 5, 1)

Pero el Beato Manuel Domingo y Sol no pedía a los compañeros presbíteros algo en lo que él no estuviese empeñado: don Urbano Sánchez dice que «quizás don Manuel no fuera consciente, pero lo que exigía a los operarios era su gran preocupación y su testimonio personal» (Valores humanos en el apóstol de las vocaciones, 12).

Por eso, de sus pláticas a los Operarios podemos extraer algunas de estas cualidades humanas en las que él insiste de manera especial: «Pureza de intención», «examen sobre nosotros mismos», «docilidad […] [no guardar] resentimiento, ni encerrarse en un mutismo perjudicial»; «no crear partidos, parcialidades; [tener] moderación»; «adhesión [concordia/compañerismo], discreción y caridad»; «evitar envidias, [y] ambiciones»; «ser franco, [tener] sencillez» (Escritos del Beato, Varios).

Y de las cualidades que don Manuel pedía a sus compañeros Operarios ocupados en la «Obra de las vocaciones», como entonces se le conocía a la Hermandad de Sacerdotes Operarios del Sagrado Corazón de Jesús, extraemos las que siguen: «Sentido común, [buen] juicio y discreción suficientes, que deben guiarnos en todas las circunstancias y ocasiones. [Ser] hombre de criterio; magnanimidad de corazón; ser verdaderamente hombres. La seguridad de virtud; abertura de corazón, [sin] ligereza de carácter; [que] se vean que son aptos para la santidad; entereza y la prudencia humana; carácter ductible. Tales son las condiciones naturales, o algunas de ellas al menos» (Escritos del Beato, I, 5º, 66, 356. 358. 361).

Para don Manuel es fundamental la formación del corazón, la formación humana, decimos hoy. En más de una ocasión insistirá a los colegiales en la importancia de formarse en una humanidad capaz de recibir y contener el don del ministerio sacerdotal para no dejarlo desperdiciar, a la que se refería como formación del corazón: «Por esto conviene más que nada la formación del corazón. No bastan los conocimientos. Más aún no basta la piedad. De otro modo cualquier seglar piadoso podría llamarse sacerdote» (Escritos del Beato, I, 7º, 23, 123).

Estas «ideas fundamentales para la formación del buen espíritu sacerdotal», al decir de don Manuel, requieren de nuestra parte «amor, interés y sacrificio» para nuestro bien y nuestra salvación; por los buenos y permanentes frutos de nuestro ministerio; por la vida y salvación de aquellos a nosotros confiados.

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