En la entrada precedente hablamos del concepto de acompañamiento. Con ellos intentamos abordar algunas claves importantes para tener en cuenta a la hora de prestar este servicio. En la presente entrada queremos profundizar un poco más en la persona del acompañado. Al mismo tiempo, asomarnos un poco a los dinamismos psicoespirituales a través de los cuales podemos ir descubriendo la huella de Dios en su vida.
La huella de Dios
Cuando brindamos a alguien el servicio del acompañamiento nos encontramos ante un gran reto. Descubrir junto a ella la huella de Dios en su vida. La pregunta es: ¿Dónde se descubre esta huella? Muchas veces como acompañantes solemos poner nuestra mirada en ciertos momentos en la vida de la persona. Aquellos en los que puede apreciarse con mayor densidad la «experiencia de Dios». Y a partir de dicha experiencia, leer los signos orientativos de su voluntad.
Ciertamente, es importante que podamos descubrir el paso de Dios y sobre todo ayudar a la persona a descubrirlo en esos momentos especiales de encuentro: un retiro espiritual, una experiencia de servicio a los demás, momentos específicos de oración, en la lectura orante de la Palabra, etc. Cuando la persona toma conciencia de estos momentos «luminosos» cae en cuenta de la importancia que tienen en la vida espiritual. Son como puntos de referencia en la historia personal que señalan con claridad meridiana la presencia de Dios en la propia vida.
La paradoja del acompañamiento
No obstante, la presencia de Dios no queda circunscrita a los momentos luminosos. La capacidad que tengamos de experimentar el misterio no condiciona el misterio a esta capacidad. El misterio siempre nos trasciende, desborda nuestros límites y los sobrepuja a veces de manera paradójica. En la maravillosa vida de San Francisco de Asís escrita por Julien Green (Hermano Francisco) encontramos uno de estos momentos paradójicos. Si bien es conocido como un acto heroico del joven Francisco, poco se valora su sentido vocacional si se lo compara con otros momentos de su vida, por ejemplo, en la llamada a reconstruir la iglesia ante el Cristo de San Damián.
Nos referimos al encuentro con el leproso. El joven Francisco (Giovanni era su nombre de pila) se encontraba a en el campo, cerca de un riachuelo tras una noche de juerga con sus amigos. Era un momento de cambios en la vida del hijo de Pietro Bernardone. Acababa de ser «rescatado» de la cárcel de Perugia después de un año de prisión e intentaba recomponer su vida: amigos, fiestas, turbulencias y negocios. Pero aquella mañana algo diferente iba a resonar en su vida. Estaba amaneciendo cuando a poca distancia escuchó la campana que advertía la inminente presencia de un indeseable.
Acaso no había cosa más repugnante para Francisco que un leproso. Sus compañeros se despiertan y junto con él recogen piedras para ahuyentar al engendro que se acercaba, seguramente, a mendigar algunas sobras. Piedra en mano, mirada ofuscada entre el miedo, la repugnancia y la rabia. Y de repente algo distinto despuntó en el corazón. Francisco soltó la piedra y corrió hasta el leproso, se despojó de su manto, lo vistió y no contento con esto, lo besó.
No podemos imaginar la perplejidad de sus compañeros. El silencio que envolvió el ambiente. Francisco regresó a casa a seguir recomponiendo su vida, ahora, sin embargo, algo había ocurrido, algo que en medio de su propia rabia y prepotencia se había hecho presente. Algo que lo cambió todo para siempre. Mucho después vino el encuentro con el Cristo de San Damián y la lectura del texto de Mateo (Mt 10, 7-10).
Un mensaje que se revela en dos niveles
Dice Manenti que «desde un punto de vista psicológico ciertos eventos nos tocan más que otros, pues estimulan algunas de nuestras áreas más sensibles» (Manenti, 2013, p. 208). En el caso que acabamos de ver de Francisco de Asís, el encuentro con el leproso comienza tocando en él la agresividad, incluso la necesidad de evitar el peligro. Que Dios se sirva de esta sensibilidad disonante para hacerse presente ya nos indica, como acompañantes, que debemos prestar atención a todo lo que ocurre y le ocurre a la persona acompañada, aún los aspectos disonantes de su propia vivencia.
«Desde un punto de vista espiritual, aquel mismo evento nos toca, porque lo sepamos explicitar o no, sentimos que allí se ha desencadenado un interrogante de sentido más fundamental, sin que hayamos querido plantearlo» (Manenti, 2013, p. 208). Este cambio en la sensibilidad de Francisco de Asís no puede leerse sino bajo la luz de la acción de Dios que más adelante se irá completando. Francisco, en este acontecimiento, logra apuntar hacia aquellos valores terminales del horizonte de la vida cristiana que transforman la rabia inicial en un impulso diferente, uno que desemboca en un gesto de compasión inaudita. Este gesto se convierte en punto de apoyo en su propio proceso de crecimiento espiritual.
Hacer relectura de lo vivido
Si observamos bien, ambos puntos de vista se combinan para hacer actual el mensaje de Dios, su llamada, en la vida concreta de la persona. El proceso de acompañamiento debe favorecer la capacidad de descubrir, en la integralidad de la vida humana, la huella de Dios. Esta se hace presente en la sensibilidad de la persona ante los acontecimientos que vive. La mirada del acompañante debe ser capaz de ir del acontecimiento a la sensibilidad de la persona y desde ella a la voz de Dios que resuena en esa misma sensibilidad.
Finalmente, viene el momento de la relectura. Lo que acontece no se convierte en experiencia hasta que no se lleva a la reflexión. El diálogo entre acompañante y acompañado permite conferir de significado los acontecimientos y hacerlos experiencia de Dios. Esto debe hacerse bajo una doble perspectiva: aquella del horizonte de valores y a la luz de la Palabra que ilumina e impregna de sentido salvífico la propia historia personal.
Me gustaria formar un grupo de
Hospitalidad católica
Servicio fraterno de acompañamiento espiritual.
Que debo hacer, como lo hago.?