Pastoral de la Vocación

LOS TOMÓ CONSIGO… (Lc. 9,28)

Etiquetas Sacerdocio
Este artículo está escrito por Juan Carlos Bravo

El siguiente texto es la homilía que el Sr. Obispo de la diócesis de Petare en Venezuela, pronunció en la ordenación presbiteral de un diácono el 06 de agosto de 2022. Aconsejamos su lectura, muy apropiada para un retiro espiritual de una jornada o como iluminación de una lectio divina.

Los tomó, los amó, los eligió

Jesús toma consigo a Pedro, Santiago y Juan. Los toma, ama y elige. No fueron ellos quienes tomaron la decisión; sino fue Él quien los llamó, sin ningún mérito de su parte. Los llama para subir a lo alto. El camino de Jesús no es cuesta abajo, sino que es cuesta arriba. Ascenso que nos lleva a la cruz, y desde la cruz a su gloria. La luz de la transfiguración no llega en la planicie, sino después de un camino difícil. Por tanto, para seguir a Jesús hay que dejar los valles de la comodidad para efectuar un movimiento de éxodo, de salida, de subida.

Jesús ha hecho con nosotros lo mismo que con Pedro, Santiago y Juan: nos llamó por nuestro nombre y nos tomó en nuestro valle de tranquilidad para estar con Él y para Él. Nos ha tomado para llevarnos a su monte santo; para transfigurarnos por su amor y recibir la invitación del Padre de escuchar a su hijo amado. Ahí es adonde nos lleva la gracia, esta gracia primigenia. Por eso, cuando experimentemos amargura y decepción, cuando nos sintamos menospreciados o incomprendidos, no caigamos en quejas y nostalgias. Son tentaciones que paralizan el camino, senderos que no llevan a ninguna parte. En cambio, a partir de la gracia de la llamada, tomemos la vida en nuestras manos y viviremos cada día como un tramo de camino hacia la meta.

Sólo la subida a la cruz conduce a la meta de la gloria. Este es el camino: de la cruz a la gloria. La tentación es buscar la gloria sin pasar por la cruz. Muchas veces nos gustaría caminos conocidos, rectos y llanos, pero para encontrar la luz de Jesús es necesario que salgamos continuamente de nosotros mismos y vayamos detrás de

Llamados a la comunión y en salida

Él. El Señor toma a los discípulos juntos, los toma como comunidad. Nuestra llamada está arraigada en la comunión. Hemos sido elegidos en la Iglesia y por la Iglesia; por eso somos ministros de la comunión. No podemos cansarnos de poner toda nuestra fuerza para construir y conservar la comunión, para ser fermento de fraternidad en la Iglesia y para el mundo. La Fraternidad siempre debe ser el gran criterio personal, eclesial y pastoral, ya que toda acción que no genere fraternidad no es del Reino.

En la Escritura la cima de las montañas representa el borde, el límite, la frontera entre la tierra y el cielo. Estamos llamados a salir para ir precisamente allí, al confín entre la tierra y el cielo, donde el hombre encuentra a Dios para compartir su búsqueda y su duda religiosa. Es allí donde debemos estar, y para ello debemos salir y subir. Para recorrer este camino es necesario dejarnos tomar por Jesús; subir con Él y luchar contra las grandes tentaciones que nos paralizan y no nos permiten escuchar la voz del Hijo amado del Padre.

La gran tentación de los seguidores de Jesús es considerarse “buenos” discípulos, pero que en realidad no siguen a Jesús, sino que permanecen inmóviles, pasivos, y como los tres del Evangelio se quedan dormidos. Para los que siguen a Jesús no es tiempo de dormir, de dejarse dopar el alma y anestesiar por el clima consumista e individualista de hoy. Bien lo dice el refrán popular, que “quien se duerme se lo lleva la corriente”, y no precisamente la de Dios. La Iglesia de Petare exige sacerdotes valientes que se dejen tomar por Jesucristo en su totalidad, con una clara opción por Él y su Reino, una gran claridad eclesial, profunda calidad humana, madurez espiritual y un fuerte compromiso social. Esto urge planificar una pastoral juvenil-vocacional-misionera que responda a todas las generaciones de nuestro pueblo.

La respuesta vocacional

Querido hermano sacerdote: la respuesta vocacional es fruto de una concertación entre la gracia del Señor y tu libertad, que nos va configurando una nueva identidad, que tiene la forma y los sentimientos de Jesucristo. La ordenación sacerdotal que consagra para siempre nuestra pertenencia a Cristo y a la Iglesia. El destino de nuestra vida ministerial nos obliga a ser para los otros. Tras la consagración sacramental todo en cada uno de nosotros es ya, para siempre, servicio desde el corazón de Dios; pastor según su corazón.

Es un deber cuidar mucho que nuestro servicio ministerial nunca pierda la dirección de Dios, que siempre apunta al corazón del hombre. La misión no se basa en ideas, sino que parte del corazón de Dios y se dirige al corazón del hombre. Bien lo ha dicho el papa Benedicto XVI: “Son los corazones los verdaderos destinatarios de la actividad misionera del Pueblo de Dios”. Por eso, para mejor servir a los hermanos desde el querer de Dios, debe ser por el amor y la entrega, y expertos en humanidad, para llegar, como el Señor, a los dolores, a las heridas y a las pobrezas espirituales y materiales, que nunca faltarán en aquellos a los que servimos.

Situémonos siempre ante nuestros hermanos con la conciencia clara de que el sacerdocio ministerial es un don recibido de Dios para dárselo a su pueblo. Ese origen y destino del sacerdocio es el mejor antídoto ante cualquier tentación de vanagloria. No hay más autoridad ni poder que el servicio en el nombre del Señor.

Llamados a la misión

Todo lo que acontece en el rito de ordenación son gestos que han de recordarnos la misión que se nos encomienda. El Señor unge nuestras manos porque quiere utilizarlas para entregar su amor a los hombres. Serán manos al servicio de la vida, de la alegría y de la esperanza de los seres humanos. A través de su ministro el Señor impone sus manos sobre nosotros para que llenarnos de la fuerza de su confianza al proclamar su Palabra, al ofrecer su perdón y misericordia y al facilitar la gracia de la salvación. Recibimos la patena y el cáliz, donde Jesús transmite el misterio más profundo de su persona, que es corriente abundante rica de gracia.

Para ser fiel a este ministerio de gracia, hemos de vivir desde Dios, para Dios y por Dios. Es Él quien nos ha tomado, llamado, elegido y enviado. Eso es lo decisivo en la vida sacerdotal. Por eso no podemos caer en la tentación de suplantarlo. No nos colguemos medallas que no nos pertenecen. En ocasiones hablamos sin matices de lo imprescindibles que somos; pero sí lo somos es sólo porque el ser humano necesita de las mediaciones de Dios.

El mundo tiene necesidad de Dios; pero no de cualquier dios, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre.

Ser hombres de Dios

Sólo en el horizonte de Dios se sirve de verdad al hombre. Por eso es imprescindible fundamentar la vida en Dios, conscientes de que Él es la única riqueza que las personas desean encontrar en un sacerdote. A nuestro pueblo le da lo mismo si somos más altos o más bajos, más inteligentes o más torpes, más guapos o más feos; lo que nuestro pueblo quiere de nosotros es que seamos hombres de Dios.

Hemos de considerarnos siempre discípulos de Jesucristo. El modelo para que se vea en nosotros el rostro de Dios es el sacerdocio de Cristo. Por eso ha de estar inspirado en el de Jesucristo, Buen Pastor. Debemos recordar siempre que somos sacerdote en y de Cristo Jesús. Sígamoslo pobre, casto, obediente y conformemos nuestra vida a su cruz.

Nos viene muy bien aplicarnos estas palabras del Papa Francisco: “El sacerdote es una persona muy pequeña: la inconmensurable grandeza del don que nos es dado para el ministerio nos relega entre los más pequeños de los hombres. El sacerdote es el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriquece con su pobreza; el más inútil siervo si Jesús no lo llama amigo; el más necio de los hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro; el más indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. Nadie es más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas”.

Ser hombres de Iglesia

Bien apuntalado nuestro sacerdocio en el seguimiento de Cristo, sigue el cuidar siempre que nuestra vida ministerial tenga también un profundo arraigo eclesial. Debemos estar siempre en la Iglesia con amor, fidelidad, y sintiéndonos espiritualmente cómodos en su configuración institucional y en su servicio pastoral. Obrando así, no tenemos que temer ni avergonzarnos de presentarnos con el rostro de la Iglesia. En medio de ciertos conflictos, y a veces incluso de escándalos, ofrezcamos siempre, con nuestra vida, el rostro claro de su santidad.

Tengamos en cuenta que nuestro sacerdocio se realiza en lazos de eclesialidad, que nos vincula afectiva y efectivamente con nuestro obispo; que nos une y relaciona con nuestros hermanos presbíteros en una íntima fraternidad, y que nos sitúa en medio del pueblo cristiano y a su servicio.

Cuando necesitemos recordar las claves más esenciales de nuestra identidad sacerdotal, acudamos a nuestra buena Madre María, y recemos con ella el Magníficat. No hay canto que nos sitúe mejor ante Dios y ante los problemas más urgentes del mundo que el que pronunció la Madre del Redentor al asumir con gratitud su misión.

                                                                  

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