Las antinomias en la educación
«Las antinomias están implícitas en el proceso educativo, aún sin siempre saberlo, el educador trabaja con ellas. Para que la conciencia de ellas sea nítida y segura es necesario entregarse a la pura contemplación de aquello que trasciende la apariencia superficial. Sólo una reflexión seria puede revelar la trama concreta del proceso educativo. Importa mucho conocerlas, porque ellas dan, inconscientemente, solución al problema de la educación» (1).
Quiero comenzar mi reflexión con estas palabras de Mantovani, insigne pedagogo argentino, porque, además de ser sumamente esclarecedoras, constituyen un reto para cualquier educador que ame su tarea. La práctica educativa, en efecto, exige entregarse a la contemplación de lo que trasciende la apariencia. Se impone el deber de establecer distancia y reflexionar. Y solo mediante esa reflexión -asegura Mantovani- se puede tomar conciencia de las antinomias que lleva implícito el proceso educativo.
La misma problematicidad de las antonomias constituye en los sujetos del proceso formativo (formadores y formandos), una permanente tentación al desánimo. Y, sin embargo, sucumbir a esa tentación es tanto como rendirse a las fuerzas desintegradoras que asedian y obstruyen el verdadero proceso formativo.
La unificación de la persona, meta de la formación
La formación para el ministerio presbiteral parte de la concepción del presbítero como «representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor», pues «este es el modo típico y propio con que los ministros ordenados participan del único sacerdocio de Cristo» (PDV 15). Por ello la formación para el presbiterado, en todas sus dimensiones y aspectos, se entiende como formación pastoral, en cuanto preparación para la unción sacramental del Orden, que configura al candidato con Jesucristo Cabeza y Pastor (2).
Tal identidad teológica ha de hacerse identidad existencial mediante el proceso formativo. Lograr la identidad personal es una aspiración de todos y responde a «la necesidad radical del espíritu de liberarse dentro de la unidad. Si un hombre no supera la multiplicidad interna de las fuerzas que lo arrastran, y en particular de las diferentes corrientes de conocimiento y de fe y de las diversas energías vitales que actúan en su espíritu, seguirá siendo un esclavo más que un hombre libre. Sangre, sudor y lágrimas son necesarias para esta tarea sumamente difícil que es la unificación de nuestro mundo interior» (3).
¿En dónde se realiza la unificación?
La identidad personal «está ligada especialmente a la capacidad de síntesis personal«, que ha de articularse sobre «una serie de polaridades, con las que cada individuo tiene que enfrentarse forzosamente para después conseguir integrarlas: subjetividad-objetividad, inmanencia-trascendencia, don-conquista, pasado-futuro, consciente-inconsciente, individualidad-grupalidad, yo actual-yo ideal, etc. El olvido o la infravaloración de algunos de estos elementos o de estas parejas significa inevitablemente un perjuicio para el resultado final»(4).
¿Cuál sería el elemento unificador, capaz de hacer la síntesis que integre las diversas polaridades para que la persona pueda ir logrando y consolidando su identidad? Esta pregunta se la hicieron a Jesús, aunque formulada en otros términos: «¿Cuál es el primer mandamiento de todos? Jesús contestó: El primero es: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas sus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos» (Mc 12, 28-30).
La respuesta de Jesús conecta plenamente con la experiencia personal de cada uno de nosotros, pues «el hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» (5).
El amor agente de unificación
De ahí que sea el amor el agente de la unificación y de la identidad de la persona cristiana. «El amor llega a todas las dimensiones de la vida y de la persona: «El amor a Dios y al prójimo no es un aspecto parcial de nuestra vida al lado de otros, sino que es el único que puede dar a la existencia humana su unidad e integración» (L. F. Ladaria) porque el amor es la verdad del hombre por su relación con el Amor en el que somos y vivimos. Tiene pleno sentido la frase de San Agustín: «Cada uno es lo que es su amor», es decir, nos convertimos en aquello que amamos» (6).
Si el amor logra la integración y la unidad de la vida de todo cristiano, así ha de ser en el cristiano presbítero. En su caso, el amor cristiano se define como «caridad pastoral», que se entiende como «principio interior que anima y guía la vida espiritual del presbítero» y que «es capaz de unificar las diversas actividades» (PDV 23). La caridad pastoral da una «orientación vital e íntima» a toda la formación haciéndola integral (PDV 71).
Así, pues, el ministerio presbiteral, como representación sacramental de Cristo Cabeza y Pastor, da identidad al presbítero, y tal identidad se hace realidad personal merced al poder unificador de la caridad pastoral, don del Espíritu y respuesta humana, en un proceso al hilo de la vida.
Ahora bien, ese proceso es difícil y se va realizando trabajosamente («sangre, sudor y lágrimas»). La labor integradora que realiza la caridad no es algo espontáneo. Aparecen en el proceso, desde el interior y desde el exterior de la propia persona, fuerzas que obstaculizan la integración y aspectos parciales que pretenden erigirse en principios totalizadores. Ahí es donde se sitúa el desafío pedagógico, pues la formación es ciertamente obra del Espíritu en el corazón del hombre; pero se requieren las mediaciones humanas (Cf. PDV 69). Esas mediaciones, ideadas y presentadas con una intencionalidad formativa, constituyen precisamente la educación.
CONTINUARÁ
Trás esta primera parte, se pondrán de relieve posteriormente algunas dificultades para la unificación de la persona en la formación. Son dificultades derivadas de la misma estructura del ser cristiano y del ser del presbítero, así como otras dificultades provenientes del modo de ser de los actuales candidatos al presbiterado.
1. MANTOVANI, J., Educación y plenitud humana (Buenos Aires 1978), 24-25.
2. Cf. OT 4b;19a;PDV 21a.b;RFIS 94.
3. MARITAIN, J., Pour une philosophie de l`education (Paris 1972),60.
4. CENCINI, A., «El sacerdote: identidad personal y función pastoral. Perspectiva psicológica», en AA.VV., El presbítero en la Iglesia de hoy (Madrid 1994), 10, haciendo referencia a E.Erikson.
5. JUAN PABLO II, Redemptor hominis n.10.
6. GAMARRA, S., Teología espiritual (Madrid 1994), 269-270,citando a otros autores.
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